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Esto había sucedido cinco días antes. Ahora Olga esperaba sentada en la sala del apartamento de Alejandro. Vestía una blusa negra, que le venía grande, una falda transparente de mucho vuelo color ala de mosca hasta los tobillos, y calzaba botas de cuero sin curtir. Se había cardado el pelo, lo cual daba a su carita infantil cierta apariencia de muñeco de guiñol. Sobre el pecho, entre los menudos senos, se veía un pulido colmillo de oso colgando de un prosaico cordel. Adornaba sus dedos con grandes sortijas de baratillo, y en sus muñecas sonaban con acento de pobre sus pulseras de latón. Era, pues, un gracioso maniquí viviente de ropavejero y quincalla.
Leía en aquellos momentos La revolución sexual, de Reich, en edición «Ruedo Ibérico», sin dar reposo al chicle de la boca. A veces, cuando oía las palabras atropelladas de la madre, al otro lado de la puerta que comunicaba la sala con el despacho de Alejandro, volvía la cabeza hacia donde sonaba la voz. Entonces su mirada adquiría esa vaga frialdad que mana de los seres nobles que luchan por perdonar al ofensor. Luego seguía leyendo, con los hombros levantados, la cabeza hundida y el libro abierto entre los muslos, separados, como si toda ella fuera una tierna e inocente obscenidad.
Según avanzaba en la lectura, la seguridad de Olga en sí misma, en los actos que había realizado y en los que estaba dispuesta a realizar, iba en aumento. En cualquier otra ocasión, años antes, habría temblado mientras esperaba el veredicto. Pero en aquellos momentos estaba tranquila, serena, convencida de que, cuando su madre fracasara en el intento de mediación de Alejandro y saliera del despacho dispuesta a echarle la bronca, no sabría qué decirle. Como siempre que había tratado de aconsejarla, de hacerle alguna sugerencia, pasearía nerviosa por delante de ella, que la miraría en silencio, desconcertándola más, y se estrujaría los dedos. Fijaría la vista en el suelo haciendo estúpidos circunloquios, en lugar de decirle sencillamente que si seguía por aquel camino un día le llenaría alguien la barriga y acabaría hecha una puta de las de un verde y la cama. Aquello era lo que su madre quería decirle. Y no precisamente para evitar su desgracia, sino para que no le creara complicaciones.
Como empezaba a impacientarse, guardó el libro en una bolsa de tela floreada con dos arcos en función de asas, moda de los años treinta, por la que había pagado cincuenta pesetas en el mercadillo de Tuset. Paseaba la sala de punta a cabo. De tanto en tanto se detenía para mirar un cuadro o para aspirar el aroma de la hebra de los cigarrillos ingleses que guardaba su madre en la caja de plata, regalo de ella y de su hermano, que se había llevado de casa.
Igual que le sucedía cuando esperaba un examen oral, sintió necesidad de orinar. Pensó que era un reflejo de infancia con el que habría de acabar, pero se metió en el baño. Nada más encender la luz, se vio rodeada de las prendas íntimas de su madre. Allí estaban sus toallas, sus perfumes, el champú y el maquillaje que usaba. Sobre el pequeño taburete pintado de blanco vio una pequeña braga de color canela. Sabía que su madre, muy ordenada, solía dejar aquella prenda íntima allí antes de meterse en la bañera o ponerse bajo la ducha. Su redecilla y sus pinzas para el pelo estaban en el estante superior. No en el del centro o en el de abajo, sino precisa, exactamente en el de arriba. Es decir, donde ella las dejaba siempre. También la moqueta que había al pie de la taza era igual a la que tenían en casa. Calcada. Y el forro de la tapadera de la taza, de un azul desvaído, era idéntico al que había llevado a su casa hacía unos pocos días.
Le sublevaba pensar que su madre desvelaba su mundo más íntimo ante un extraño. Un mundo que indudablemente era suyo, pero que también era de los de la familia. Que les pertenecía a todos desde siempre, como les pertenecía el aroma de su piel, el tono de su voz o su apellido.
Salió del baño hecha una furia y entró como una tromba en el despacho de Alejandro. Él estaba ante la mesa de escribir y parecía cansado. Eulalia, sentada en un rincón, tenía los ojos enrojecidos.
Dejó de parlotear al abrirse la puerta.
Olga dijo:
—No sé si sabréis que llevo esperando más de media hora. Si tenéis algo que decir ya podéis abrir el grifo. Pero os advierto que tengo prisa. Me esperan a las nueve.
Eulalia parpadeó. No podía dar crédito a sus ojos. Su hija, contraviniendo sus órdenes, entraba en una habitación sin llamar.
Intentó parecer severa.
—¿Qué modales son ésos? —preguntó. Pero su voz era insegura.
Olga, de pie, mascaba el chicle rabiosamente.
—¡Corta el rollo, va! Y di de una vez lo que quieras. Además, pronto. Pero te advierto que de poco te va a servir.
Alejandro se levantó y, tras haber cerrado la puerta, dijo que procuraran no olvidar su condición de seres civilizados. El tono de su voz era conciliador.
—Precisamente le estaba diciendo a tu madre —añadió mirando a Olga— que yo no me considero la persona más adecuada para llamarte la atención. Quizá tú puedas convencerla. Siéntate.
Olga replicó:
—Estoy bien. —Y se cruzó de brazos.
Indignada por su desplante, Eulalia avanzó hacia su hija con un papel en la mano.
—La Superiora de tu colegio —dijo— me ha mandado esto por correo. Y una carta. Unas letras en las que me dice que, sintiéndolo mucho, te han dado de baja. Que te han expulsado. ¿Lo quieres así de claro? ¿Comprendes lo que esto significa para mí?
Olga asintió.
—Lo comprendo. Y me alegro. La verdad es que lo estaba deseando.
Eulalia estrujó el papel con sus manos. Estaba al borde de un ataque de furia.
—Pero ¿por qué?
—¿Por qué preguntas?
—Sí. Qué motivos tienes para hacerme esto. ¿Qué clase de porquerías son éstas de la monstruita que se deja follar por el dragón de San Jorge? Intentas ser una mujer y haces cosas de niña. De una cría ineducada. E indecente. Pero es que con esto, además, ofendes, injurias, calumnias. Te sublevas hasta contra Dios. Di qué te propones haciéndome esto. Sólo quiero que te expliques.
Sin perder la calma, Olga cabalgó a mujeriegas sobre el brazo del sillón del que terminaba de levantarse su madre. Segura de sí declaró que, a su edad, resultaba humillante que le pusieran un tema de redacción sobre «San Jorge y el dragón como símbolo del pecado». Que el simple enunciado merecía de por sí respuestas como la suya, a ver si las monjas escarmentaban de una vez.
—Por lo demás —continuó—, observa cómo dices las cosas. Fíjate bien cuál es en realidad tu única preocupación.
Eulalia gritó:
—Mi preocupación eres tú. Y tu porvenir.
—¡Mentira!
Avanzó hacia la madre con los ojos chispeantes.
—Y te lo voy a demostrar. Tú me has preguntado qué motivos tengo para «hacerte» esto. Has dicho bien claro que trato de hacerte la puñeta. De perjudicar tu reputación. De turbar tu tranquilidad. Que quiero destruir la imagen de señora respetable que crees conservar ante los demás. Por lo tanto no me vengas con el cuento de que te preocupas por mí. Te preocupas por ti.
—Eso que dices es una infamia.
—Tú pasas de todos, {De todos! Y que conste que al decir de todos Incluyo a tu amante escritor, aquí presente. Utilizas el falso prestigio que tiene como escritor de izquierdas. Es el enfant terrible, como antes lo fueron algunos payasos del franquismo de los que nadie se acuerda ya. En lugar de sacarle de ese fango, te aprovechas de su popularidad y de su dinero, porque eres frívola.
—¡Oiga!
—Sí, mamá. Te diré más. Frivolizas cuanto tocas. Tú y tantas señoras como tú. Disparatáis en cenas, en reuniones literarias. Jugáis a ser intelectuales, cuando en realidad lo que sois es unas analfabetas rematadas. ¡Muías enjaezadas como las de las fiestas de los pueblos!
—¡Me estás insultando!
—Déjame terminar.
Se volvió hacia Alejandro.
—A tu escritor, mamá, tendrías que aconsejarle que escribiera algo decente. Algo que reflejara la verdad. Que quedara. Y no que prostituyera su pluma poniéndola al servicio de cuatro desaprensivos a los que únicamente les importa el dinero. Ésa sería la compañera ideal de un artista. Y no tú, que aplaudes sus columnitas y le dejas que se vaya pudriendo. Que gaste su talento y sus energías en repetir de mil formas que le faltan agallas para trabajar durante años, los que haga falta, en una obra como hay que hacerlo. Con dedicación. Exigiéndose cada vez más. ¡Tú tendrías que ser el crítico más duro de cuanto él hace! Pero eso supondría sacrificio. Y quedarte en casa, a lo mejor sin tener nada que meter en el puchero. Y eso no te va.
Alejandro y Eulalia se miraron. Mientras, Olga encendía con rabia un cigarrillo.
—Otra cosa, para tu tranquilidad. Las monjas no ven en ti a la señora Valls. Ven a una loca, o alguien peor, que le ha dado el salto al marido para irse a vivir con otro hombre.
Eulalia hizo ademán de protestar, pero su hija se lo impidió.
—¡Es así! Y tú lo sabes. Lo que pasa es que te inventas una realidad que no existe. Y no son únicamente las monjas quienes te juzgan así. Son tus amistades. Las de antes, que ya no existen, y las de ahora. Os saludáis. Os dais besitos en las mejillas, sí. Celebráis el último bodrio del señor, pero nada más. Son posturas hipócritas que a mí no me van.
»Luego estamos nosotros, Enrique y yo. Tus hijos. Primero nos hablaste de lo complicada que resulta la vida de un matrimonio. Que si a veces no se entiende; que si esta coña o la otra; que si patatín, que si patatán. Total, que te largaste de casa. ¿Y ahora pretendes hacer de nosotros gente respetable? ¿Con qué derecho? ¿Cómo crees tú que se siente entre los demás la hija de una señora que le ha dado el salto al marido descaradamente? ¿Cómo crees que me miran a mí tus famosas monjitas? ¿Y mis propias compañeras? Porque lo vuestro lo sabe todo el mundo. Ya os preocupáis vosotros de que se enteren. Eso de arrejuntarse ahora es moda, y como vosotros sois persona á la page, tan europeas, ¡tan civilizadas!, pues salís juntos en todas las revistas del país. Los vejestorios se disfrazan de indias sioux, de cíngara o de lo que sea, y hala, a posar para el primer fotógrafo con el querido al lado. ¡Ah, pero los hijos son diferentes! Por ahí sí que no pasáis. A la niña, que nadie la toque. Que nadie intente violarla, ni siquiera si ella lo pide. La hija ha de guardar la virginidad hasta el día de su boda. Se casará de blanco, a ser posible en la catedral, y con un buen partido. Luego, si pone cuernos, lo hará discreta, educadamente. Como mandan los cánones. Porque el escándalo es el peor de los pecados.
A Eulalia se le habían desorbitado los ojos. Miraba a Alejandro con estupor, preguntándose si era cierto lo que estaba oyendo. Olga, por su parte, se levantó y se dirigió lentamente hacia la puerta.
—Yo nunca te he recriminado nada —dijo a su madre—. Ni siquiera te he mencionado los malos ratos que pasamos Quique y yo cuando empezó todo esto. Las lágrimas que nos hemos tragado, solos en casa, mientras tú andabas por ahí con el señor de cenas y cócteles. Tres años, a nuestra edad, son muchos años. Ahora lo peor ha pasado. Quique, ya lo sabes, a su tenis. Al menos que tenga una ilusión. Y yo a lo mío, que todavía no sé lo que es. Pero, por favor, no te metas en mi vida. Mi vida es tan mía como lo es la tuya para ti. Ya sé que todavía soy menor de edad. Pero por poco tiempo. Así que déjame estar de una jodida vez. Seamos civilizados, como decíais vosotros. Si lo que te atormenta es mi virginidad, deja de preocuparte. No soy virgen. Hace tiempo que dejé de serlo. Me acuesto con quien me gusta, y en paz. Igual que haces tú, pero yo le doy más gas. Porque los tiempos, también vosotros lo decís, han cambiado. Y si han cambiado para ti, no pretenderás que sigan siendo los mismos para mí, que soy más joven.
Olga abrió la puerta y, antes de salir, preguntó tranquilamente a Alejandro si tenía por casualidad un ejemplar de Une philosophie de l'existence.
—De Camus. Ya sabes. Queremos comentar unos textos en la comuna. Necesito una versión original.
Levantó la mano derecha en actitud de jurar.
—Te juro que te lo devolveré.
Alejandro buscó en silencio el título en uno de los estantes de su librería. Tomó un volumen en rústica y se lo entregó a Olga después de haber anotado la referencia.
—Ediciones PUF —dijo simplemente—. Del sesenta y cuatro.
Olga le sonrió y salió, cerrando la puerta a su espalda. La abrió un instante, asomó su cabecita de polichinela y dijo:
—Ciao.