VIII
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La tarde del viernes, ocho de diciembre, Magín hojeaba La Vanguardia en la sala de estar de su piso de la Avenida de Carlos III. Delante de él, sentada en un sillón y con las piernas estiradas sobre un taburete, descansaba su mujer. Tenía los ojos cerrados y respiraba apaciblemente medio adormilada por los sedantes.
A través de la cortina blanca que cubría la cristalera, desde la que se veía la Diagonal y, al otro lado, el edificio del «Princesa Sofía», se filtraba una luz tristona. Magín se levantó ágilmente y encendió una lámpara de pie. Su mujer, Puri, entreabrió los ojos.
—¿A qué hora te han dicho que vendrían? —preguntó con voz débil.
—Sobre las seis.
Magín miró su reloj de pulsera y añadió:
—Faltan veinte minutos.
Hada casi cuarenta y ocho horas que no se había separado del lado de su mujer y trataba de hacerle olvidar la violación de que había sido víctima dos días antes. A fin de distraerla, comentó el resultado del referéndum constitucional consultando los datos del periódico.
—El Gobierno echa las campanas al vuelo —dijo—, pero yo creo que no hay para tanto. Únicamente habla de la «abrumadora mayoría» de votos positivos. Más de quince millones. Pero no menciona para nada las abstenciones, que son una barbaridad. Más del treinta y dos por ciento. Supera los ocho millones y medio. Vascos y gallegos se llevan la palma. Y hay casi un millón de votos en blanco, que para mí son abstenciones. Eso puede significar dos cosas: o que a la gente no le entusiasma la política, y se desentiende, claro, o que no están conformes con la Constitución. Analizar las causas de la disconformidad es bastante más difícil. Lo que sí es evidente es que los catalanes lo hemos hecho bien. Dos millones seiscientos mil votos afirmativos sobre un censo de cuatro millones y pico.
En vista del mutismo de Purificación, Magín cambió de tema.
—¿Recuerdas que hoy se comen en Barcelona los primeros turrones? Antes se instalaban paradas en las calles del casco antiguo. Venían los turroneros de Jijona y, la víspera de la Purísima, las familias acomodadas compraban. Yo te he traído un par de pastillas.
Rió discretamente.
—¡Aquél era turrón! Hecho a mano. Recuerdo que ponían pan de hostia en las dos caras de la pastilla. De almendra pura. Almendra y azúcar, no lo que se hace ahora. Tal día como hoy, por la mañana, íbamos a misa a la catedral. Era un oficio solemne... Par la tarde se celebraba el primer baile de máscaras. Duraba desde las siete de la tarde hasta medianoche. Mi tío Esteve nos llevaba a todos. Menos a mi madre, porque mi padre siempre se negó a ir. Decía que els balls rodons era demasiado descarados y que a su mujer no la abrazaba nadie
Magín no acertaba a discernir si la causa de que se le llenaran de lágrimas los ojo» era la nostalgia del día o el lamentable estado en que se encontraba su mujer.
Hizo de tripas corazón y siguió hablando:.
—Otra de las cosas que se hacían por estas fechas era el pa de figües. Mi abuela ponía una capa de harina, blanca, muy fina, y sobre ella iba la primera tongada de higos secos. Después, otra de harina y otra de higos. Lo prensaba todo en la tapadera de una caja de madera y hacía un pan que duraba todo el invierno. A veces le ponía almendras. Lo comíamos cuando venían los grandes fríos. Con lo que aquí llamamos postre de músic. Frutos secos. Principalmente almendra, avellana, nueces y los dichosos higos secos. Que por cierto daban mucha sed.
Hizo una pausa y exclamó:
—Parece mentira, cómo pasa el tiempo.
Luego preguntó, como si hablara consigo mismo:
—¿Habrán montado este año los puestos de pessebres en la Plaza de la Catedral?
Con esto de la democracia, son capaces de acabar con las tradiciones. Y yo creo que la tradición forma parte de la cultura popular. No tendrían que permitir que aquellas viejas costumbres cayeran en desuso. Es como matar la historia viva.
La cara redonda y pálida de Magín, más pálida que de ordinario, expresaba tristeza contenida, mezclada con indignación y vergüenza. Su mujer, que observaba los esfuerzos que hacía para distraerla, le abrió los brazos.
—Acércate —dijo tratando de sonreír.
Magín puso una rodilla sobre la alfombra y se acodó en uno de los brazos del sillón de Puri. Se miraron un instante.
—No quiero verte padecer —dijo acariciando su cabeza—. Esto pasará. Lo olvidaremos.
Le miró a los ojos con fijeza.
—¿O tú crees que no vas a poder?
—Qué cosas tienes.
—A veces los hombres resultáis tan complicados...
Se abrazó al marido, que no pudo reprimir un gemido, en el que se mezclaba la rabia con la consternación y la impotencia.
—Pura me llamo —murmuró ella al oído del marido—, y pura me he mantenido siempre para ti. Ahora no puedo decir lo mismo.
Ahogó sus palabras de protesta.
—Sí. Ya sé que ha, sido contra mi voluntad. Que he sido atropellada. Pero hay algo que tienes que saber.
Él permaneció inmóvil, con la cara hundida entre los senos de su mujer.
—¿Sabes, Magín?
El siguió callado. Inmóvil. Sin respirar.
—Ha habido delectación por mi parte. Contra mi voluntad. Pero la ha habido. Después del susto, y de la humillación, mi cuerpo ha respondido a la agresión de ese salvaje.
El grito de Magín salió ahogado desde el pecho de ella:
—¡Cállate!
—Tienes que saberlo. Nunca te he ocultado nada, y necesito vaciarme en ti. En mi marido, la persona que más quiero en el mundo. Más que a mis propios hijos. Pero no me quedaría tranquila si no te lo dijera todo. El segundo tipo me dio mucho asco. Pero el que empezó, el más joven, despertó mi cuerpo con una violencia extraña. Desconocida. Cuando el otro cayó sobre mí, yo le miraba. Al más joven quiero decir. Estaba delante de mí abrochándose y miraba por el dormitorio, digo yo si buscando alguna cosa que llevarse.
Apartó la cabeza del marido y fijó su mirada en la suya.
—No podría asegurarlo, pero creo que lo deseé. Por eso me siento tan sucia. Tan humillada.
Puso sus labios en la frente de él.
—Por eso necesito también que me perdones.
En aquel momento sonó el timbre de la puerta.