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¿Cómo había sucedido? Ni la propia Marta hallaba explicación. De repente los acontecimientos se precipitaron en el país. Tras el fracaso del «espíritu del doce de febrero» y de las Asociaciones Políticas, el rey había licenciado a Arias y lo había sustituido en la Presidencia del Gobierno por un tal Suárez. «Nosotras, tanto tú como yo —le había dicho Begoñita—, somos liberales. Pero tampoco es eso.»
En las reuniones que seguía celebrando con sus amigas, en el Aula Magna del Instituto, Marta empezó a discrepar. Suárez prometía desmantelar de golpe el viejo Régimen, prometía la legalización de los partidos políticos, incluso el comunista, y prometía, porque podía prometerlo, una Constitución democrática para todos los españoles. «Si nos vamos a cargar todo lo que se ha hecho de bueno y vamos a liarnos otra vez a tiros en la lucha de clases y de partidos, estamos arregladas —decía en la asamblea. Y repetía las palabras de Begoñita—. Tampoco es eso. Que el Suárez se ha pasado.»
Las compañeras progres le dieron de lado. Pero Marta, a medida que avanzaba el curso, y con él lo que empezaba a llamarse tránsito hacia la democracia, se sentía más unida políticamente a Begoñita Pontejos. Tan sencilla, que ni siquiera le había dicho que su padre tenía el título de marqués de Concho Pelado, nombre de un barranco africano conquistado por un bisabuelo suyo en la Guerra de Melilla. Así, pues, acabó por sentarse sola en el último banco de la clase. Menos en la de Gimnasia y Hogar, antigua Formación Política, en la que tomaba asiento junto a la profesora, doña Lulú, antigua Regidora Provincial de la Sección Femenina.
Excepto Begoñita, que tenía mucho tacto, las nuevas amigas de Marta, fans de Julio Iglesias por aquello de que siempre cantaba al amor con tanta ternura, solían encogerse de hombros siempre que se hablaba de los artículos y los libros que escribía Alejandro. El ademán, que venía a expresar «qué vamos a hacerle», como cuando se resigna uno ante una desgracia irreparable, complacía a Marta en lugar de contrariarla. Si su padre era un rojo, pensaba, y el concepto que había formado de ella era tal que ni tan siquiera valía una llamada telefónica, ella podía demostrarle que tenía su criterio propio, en el que no influían en absoluto los artículos que él escribía, sus opiniones.
Era su venganza. Marta, las muchachas como ella, tenían que formar un frente sólido contra las ideas disolventes, especialmente las que contribuían a destruir los hogares y la Patria única: el aborto, el divorcio, el separatismo. Empezaba a comprender a su tío Carlos. Y a Fefa, su mujer. La democracia no acarreaba sino males al país. Allí estaban para demostrarlo la guerra civil del País Vasco, el terrorismo, los las violaciones.
A raíz de la legalización del Partido Comunista, Marta había recibido una larga carta de Begoñita Pontejos. Le decía en ella que había tomado su decisión. «Hay qUe apresurarse, Marta. Por lo que a mí respecta, y a fin de que no te llames a error, me he afiliado a Falange Española. Es una forma de ser, un estilo. Los enemigos de la Patria, que como sabes hoy son muchos, nos denigran. Pero si perseveramos y predicamos con el ejemplo, legraremos salvar a España.»
Una forma de ser. También la suya, la de Marta, había cambiado. Ahora ya no era la jovencita frívola y atolondrada que se apuntaba a todas las manifestaciones. Se había vuelto más cauta, observaba más y hablaba menos. Incluso la expresión de su cara había cambiado. En lugar de la alegría que revelaba antes, en sus rasgos se veía un vago hermetismo, una cierta reserva mental. Caminaba envarada, de prisa, a grandes zancadas, y en su rostro de labios apretados y ceño fruncido había una empecinada adustez.
El día que se casó su hermana Beatriz, en diciembre del setenta y siete, Marta se negó a sentarse al lado de su padre en la mesa del banquete. «No tenemos nada que decirnos, mamá», le había dicho a Elena, que sonreía y lloraba al mismo tiempo. Abandonó la reunión en seguida, porque tenía que tomar el avión del puente aéreo a Madrid, donde pasaría las vacaciones, en casa de Begoñita.
La encontró muy cambiada. Su pelo rubio, muy corto, modelaba la cabeza por detrás, dejando al descubierto el canalillo de la nuca, y no se pintaba. Llevaba un grueso jersey marrón y pantalones de amplios bajos, azul celeste, muy ceñidos de entrepierna. Se instaló en su casa, en un piso muy espacioso de la calle del Arenal.
Begoñita le habló de un conocido notario madrileño, que organizaba por entonces lo que decía él que tenía que formar la vanguardia de la España eterna. Se trataba de una fuerza nueva, decidida y radicalizada, en la que formarían las juventudes «sanas» de ambos sexos. Marta fue presentaba al líder, que se llamaba Blas Piñar, por un joven estudiante de Derecho apellidado Molina. «Es como si me hubiera hipnotizado», le dijo a éste cuando salieron del despacho donde se había celebrado la entrevista. Y añadió arqueando las cejas en un gesto de duda: «Lo que no sé es si voy a servir para contribuir a la organización en Barcelona. Aquello está lleno de rojos.»
En el castillo donde pasó las Navidades, en la provincia de Ciudad Real, conoció un mundo nuevo. Era una construcción del siglo XV, propiedad del padre de Begoñita, que éste había mandado restaurar después de la guerra. Situado en plena sierra, sobre la explanada que se abría en lo alto de una colina, entre bosques, el castillo era el marco idóneo para meditar sobre los altos destinos de la Patria. Fue allí, una tarde de lluvia, cuando Marta decidió consagrar su vida a la salvación de España.
En seguida que Begoñita difundió la noticia entre los mayores, empezaron los halagos. De buenas a primeras, Marta se vio rodeada de personajes influyentes del antiguo Régimen que la colmaban de atenciones. Se habían dado cita en el castillo para cazar perdices, y entre los asistentes había un Grande de España, monárquico juanista convertido al juancarlismo. Fue él quien le puso en contacto con un fuerte industrial de productos farmacéuticos barcelonés, con quien se entendería en lo sucesivo para organizar la sección femenina de Fuerza Nueva.
Cuando llegó a Barcelona, lo primero que hizo fue enseñarle a su madre una foto que, según Marta, sería histórica. En ella aparecía el notario Pifiar, sentado ante la mesa de su despacho, con un gran crucifijo detrás, en la pared, entre las fotos de Franco y José Antonio. De pie, a su derecha, estaba Marta, en posición de firmes, con una grave expresión en el rostro. Vestía una camisa azul y se tocaba con una boina roja graciosamente ladeada a la derecha.