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En la tarde del viernes, diecisiete de julio, Alejandro Acosta se encerrad en su camarote del destartalado carbonero que acababa de salir del puerto de Bilbao. El trabajo a bordo le había impedido leer la Prensa de la mañana. Las noticias eran alarmantes. Al parecer, los diputados de las derechas con mayor significación política y algunos líderes, como Vallellano y Gil Robles, representantes de la minoría monárquica y de la CEDA, respectivamente, habían abandonado precipitadamente Madrid en dirección a la frontera francesa. Antes, en la Permanente celebrada el quince de julio, habían declarado que sus partidos se retiraban de las Cortes, tras haber amenazado al Gobierno del Frente Popular con apoyar al primero que se levantara para «salvar España».
Alejandro recordó un artículo de Prieto, publicado dos días antes en El liberal de Bilbao y revolvió en sus papeles hasta dar con él. Lo releyó detenidamente. Uno de los párrafos decía: «Si la reacción sueña con un golpe de Estado incruento como el de 1923, se equivoca de medio a medio. Si supone que encontrará al régimen indefenso, se engaña. Para vencer habrá de saltar por encima del valladar que le opondrán las casas populares. Será —lo tengo dicho muchas veces— una batalla a muerte, porque cada uno de los bandos sabe que el adversario, si triunfa, no le dará cuartel.» Reflexionó sobre estos párrafos de Prieto, uno de los pocos políticos de izquierdas que le merecían confianza, aunque no comulgara con sus ideas. Murmuró: «Una batalla q muerte, sin cuartel.»
Pensó en su familia, en los hijos. Despacio, como obedeciendo a un ritual, abrió el cajón del escritorio y sacó unas cuartillas de papel tela que dejó sobre la carpeta de hule negro. Luego empezó a liar un cigarrillo. Lo hizo sosegadamente, recreándose en una labor que, según solía decir, no producía nunca dos obras iguales. Con el cigarro en los labios, desenroscó el capuchón de la «Wattermann» negra y lo ensambló cuidadosamente con la pluma. Después encendió una cerilla de madera y prendió.
Veía con el pensamiento la cara pálida de su mujer, sus ojos de sobresalto; veía los hoyos que se le hacían a Marta en la cara cuando se reía, la expresión severa del tajo mayor, la mirada de espabilado de Carlos v al más pequeño, Tito, distraído como siempre, ensimismado. Escribió: «En alta mar, a 17 de julio de 1936.»
Se quedó con la pluma en alto. ¿Qué podía decirles? ¿Cuál había de ser su consejo ante el vendaval de sangre que se avecinaba? Porque Alejandro tenía el convencimiento de que el drama estaba muy cerca. Por los puntos de la pluma fluía la tinta en trazos gruesos. La caligrafía era clara y firme, sin el más ligero asomo de vacilación. «Háblales a los chicos de la obligación moral que tienen de respetar la vida humana. Cualquiera que sea la circunstancia en que se encuentren, que no olviden esto que te digo.» Le preocupaba la militancia de Juan en Falange, un partido que, a criterio de Alejandro, imponía su credo utilizando la violencia física y moral. «Que ninguno de nuestros hijos olvide que son hermanos. Que no permitan, bajo ningún concepto, que la política les separe. Se empieza por ahí, simples discrepancias que se comentan en la sobremesa, y muchas veces se termina con el odio y el crimen. Una guerra entre hermanos es la peor de las maldiciones.»
¿Y de él? ¿Qué podía contarles? «Considero inútil recordaros lo mucho que os quiero, lo que os he querido siempre a todos sin distinción. A veces pienso que la vida de un padre resulta demasiado corta para poder demostrar a la familia que ha creado el amor que le profesa. En mi caso, puedo deciros que toda mi voluntad para seguir luchando hasta que Dios decida mi fin, se alimenta de vuestro cariño. Sin él sería hombre al agua.»
Al llegar a este punto se interrumpió. Alguien había entrado en el camarote sin pedir permiso. Volvió la cabeza. Dos muchachotes fornidos le miraban con el ceño de piedra. Vestían chubasqueros amarillos, sobre los que se había adherido el polvillo oscuro del carbón, y tenían la cara y las manos tiznadas.
Uno de ellos, el más fuerte, dijo:
—Capitán, tendremos que decidir en qué puerto entramos.
Alejandro se levantó y se quitó los lentes despacio. Luego se quedó mirando al marinero como si estuviera viéndolo por primera vez.
—No sé si te be entendido bien. Explícate.
El marinero levantó la cabeza con un orgullo tan extraño como el brillo que había en sus ojos.
—Los militares se han sublevado en África —dijo—. Acaba de recibir la noticia el telegrafista. No sabemos en qué va a quedar todo esto. Así que hemos decidido no tocar ningún puerto de momento.
Alejandro avanzó un paso.
—¿Hemos decidido? ¿Quién puede decidir a bordo sino el capitán?.
—El Comité.
—Pues yo tengo orden de descargar en Sevilla y a Sevilla iremos.
—¿Aunque esté en poder de los sublevados?
—He dicho que iremos a Sevilla. Y basta.
—Es todo lo que queríamos saber.
Se fueron. Alejandro volvió a sentarse a la mesa escritorio y metió la carta en un sobre. Puso luego la dirección. Letra clara, grande, perfectamente legible. Luego la dejó apoyada sobre el pie de flexo que tenía a su izquierda. La tiraría en Gijón. Sin embargo, aquella carta no tenía que llegar nunca a su destino.