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Después de cenar con su sobrino, Alejandro pasó por la redacción del periódico. El teletipo transmitía la noticia de que los detenidos republicanos de la Junta contra los Crímenes del Fascismo habían sido puestos en libertad a las once de aquella misma noche.
—Pero ¿a quién se le ocurre detener, en plena democracia, a unos señores por el hecho de confesarse republicanos, si están en su derecho, y de pretender sacar a la luz del día los crímenes de los fascistas? Esto es de locos.
El periodista que habló así, un cincuentón con aspecto de cura rebotado, se había hecho célebre durante el régimen anterior por una columna diaria en la que, mezclando el sarcasmo con la calumnia, despellejaba a los intelectuales de la oposición.
Alejandro lo miró con cierta sorna. En vista de su silencio, el otro desapareció.
En su mesa de trabajo había unas cuantas cartas, invitaciones en su mayoría. Le llamó la atención un sobre grande, sin remite, y lo abrió. Era una hoja de una revista con un largo artículo titulado La identidad de los jóvenes fascistas españoles, y lo firmaba Forcadell. En el centro, en recuadro grande, se veía al líder de Fuerza Nueva, sentado ante una mesa de despacho. Detrás, colgado de la pared, había un cuadro de Franco con uniforme de Capitán General. De pie, a la derecha de Blas Piñas, montaba la guardia una jovencita con uniforme de Falange. Era Marta, la hija menor de Alejandro.
Después de arrugar la hoja y de tirarla a la papelera, abandonó la redacción. Se sentía asqueado cuando se metió en el coche. Condujo despacio por las solitarias calles del centro. «El futuro de España está en tus manos.» «Para 36 millones de españoles.» Pasquines, vallas, candes enormes, lanzaban mudos alaridos a la multitud de sordos de que estaba formado el país. «Tu derecho es votar. Vota libremente.» «Depende de ti.» Alejandro no pudo evitar la carcajada. «¡Si serán burros estos de UCD! Ahora acentúan el ti personal. ¡País!» Pensó en su hija Marta. Hada una semana que la había llamado para cenar, pero ella había rechazado la invitación.
«-Se trata de mis estudios, ¿no? —le había dicho por teléfono—. Y de mi decisión de irme a vivir a Madrid.
»—Se trata de eso y de muchas cosas más, mona.
»—Pues puedes ahorrarte la molestia. Y el gasto del cubierto. De momento no pienso seguir estudiando y me marcho a Madrid. Mañana mismo. Ya tengo hechas las maletas.
»—Pero podemos hablar antes.
»—Tú y yo no tenemos nada que hablar, papá. Soy mayor de edad. Recuerda que ayer cumplí los dieciocho años.
»—Sí, chata. Lo había olvidado. Podrás votar.
»—¡Podré no votar! Y perdona que corte, pero me quedan muchas cosas por hacer, ¡Arriba España!»
Con aquel grito, que le salió rabioso, envenenado, Marta le había declarado la guerra. Alejandro se enterneció recordando momentos de la infancia de aquella hija que ahora se vengaba de él. Con qué delirio le abría los bracitos en la acera de casa cuando él volvía del cuartel. La sensación de seguridad, de plenitud, que demostraba cuando la dormía en sus brazos después de cenar. «Si el planeta hubiera saltado en pedazos —pensó—, la pobre cría habría muerto feliz. Convencida de que no podía pasarle nada malo.» Había llegado a la conclusión de que empezaba una nueva guerra entre las generaciones, entre los hermanos. De que los españoles no podían convivir en paz. Cualquier chispazo encendía la tea. «Ahora el pretexto es la Constitución. Hasta el Marcelo González, ese monago entreverado de político carca, violenta las conciencias de los cristianos. Después de esto, ¿qué se puede esperar?»
Cuando llegó a su apartamento estaba abatido.
Eulalia le echó los brazos al cuello.
—¿Qué tal ha ido con la familia?
Él se encogió de hombros.
—Traes mala cara.
—¡La que uno tiene, Lali!
—Ay, hijo, perdona.
Mientras se descalzaba, en el dormitorio, oía a Eulalia en la cocina. Pensó qué hacía allí con una extraña. «¿Una extraña?» Se quitó el jersey y se puso una bata guateada. Sintió un escalofrío.
Cuando entró en el comedor Eulalia le miró sonriente.
—He hecho zumo de naranja. Un jarro así de grande. ¿Te apetece?
Sin mirarla, Alejandro dijo que prefería un té.
—Estoy helado.
Eulalia se levantó. Llevaba irnos vaporosos pantalones de gasa ceñidos a los tobillos, que dejaban ver sus piernas esbeltas y la franja oscura de la mimbrada, y un blusón claro y holgado que transparentaba sus senos.
—Pues no hace frío. Mira cómo voy yo.
Mientras se dirigía a la cocina dijo que el té le entonaría.
—Yo que tú esta noche salía un rato.
Alejandro replicó:
—La cama es el refugio de los cobardes, Lali. Así que, esta noche, me voy a dormir en seguida.
Ella se volvió como si le hubiera picado una víbora.
—Si tienes algo que decir, dilo de una vez. Pero no me vengas con sentencias. Ni con misterios. Para eso ya tenía un marido, al que dejé porque tú eras diferente.
Alejandro la miró con fijeza.
—¿Qué hay de ese té? —preguntó.
—¡Ni té ni porras! Has estado con tu mujer. Lo sé. Yo lo sé, Alejandro. Adivino incluso..., bueno. Vamos a dejarlo estar.
—Habla, mujer.
—Está bien. Sé cuándo te acuestas con ella.
—¿Y hoy...?
—Sí. Hoy. Eso es lo que tienes.
—Lali, por Dios. Dejemos las cosas como están. Me encuentro muy cansado. De todo.
—Y, por supuesto, de mí. ¡Pues sea lo que Dios quiera!
Eulalia entró en el dormitorio y cerró de un portazo.