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A medio día diciembre de aquel año, llegó a casa de Elena su cuñado Carlos
A Marta le sorprendió el repentino llanto de su madre en seguida que éste entró en la sala. Tuvo la seguridad de que estaba fingiendo. De que representaba el papel de la pobre esposa abandonada por una especie de monstruo sin entrañas.
Aquella misma noche, después de cenar, hubo reunión de familia. Su tío Carlos pidió a su cuñada que se quedara Marta.
—Yo me hago cargo de lo que sientes —le dijo con estudiada solemnidad—. N0 debe de resultar fácil aceptar que tu padre se desinterese de ti como lo ha hecho. Pero volverá. Eso, tenlo por seguro. Y, mientras vuelve, tu obligación es quererlo como lo que es, aunque esté equivocado. Los padres, Marta, también suelen equivocarse. De todas formas, yo le he prometido a tu madre hablar seriamente con él. Soy su hermano mayor y, aunque la papeleta me resulte desagradable, tengo que hacerlo.
Marta observó a su tío. Llevaba un impecable traje de lana gris ceniza con chaleco cruzado, camisa a rayitas azules y corbata granate. Italiana. Todo en su atuendo era costoso. Los zapatos, impecables, de cabritilla color burdeos, el extraplano de oro, los grandes gemelos de oro blanco de diseño artdéco. Como quien se siente depositario de la sabiduría de los dioses del Olimpo, Carlos se expresaba con seguridad en un tono entre paternalista y autoritario. Arqueaba las cejas antes de perorar, al mismo tiempo que entornaba los ojos buscando el suspense, desplazaba el cuerpo hacia atrás cruzaba las piernas, la derecha sobre la izquierda, y miraba al vacío. Sus grandes manos se agarraban con fuerza a los brazos del sofá y sus dedos flexionaban sobre la oscura piel, arrugándola o distendiéndola, según fuera la presión.
En un momento dado, Marta cambió una mirada de inteligencia con su hermana Beatriz. Las dos reprimieron una sonrisa de lo que suele llamarse vergüenza ajena.
Tras un preámbulo, en el que vino a afirmar precisamente lo que negaban sus palabras, es decir, que acababa de posesionarse del puesto de paterfamilias por abandono del titular del cargo, Carlos dio su parecer sobre las medidas más urgentes a tomar.
—Tú, Elena —dijo dirigiéndose a su cuñada—, a distraerte. A pasarlo bien. Lo mejor que puedas. Después, sin prisas, tranquilamente, expones tu caso a un abogado. A un buen abogado, por supuesto. La experiencia de mis negocios me ha enseñado que un abogado mediocre resulta mucho más caro que el mejor letrado de España.
Elena repuso que conocía a uno muy bueno, que merecía toda su confianza.
—Es amigo de casa y conoce muy bien a Alejandro. Sus rarezas. Se llama Páez.
—Como a ti te parezca.
Recogiendo las piernas debajo del asiento, en un gesto de recelo muy peculiar en ella, Elena sugirió que podía visitarlo en seguida.
—Así ganaríamos tiempo —añadió un poco nerviosa.
Carlos dio su aprobación. Luego pasó a ocuparse de Beatriz. Refiriéndose a ella dijo que, dadas las circunstancias, se hacía necesario adelantar la boda.
—Tu novio lo tiene todo hecho, hija mía —le dijo sonriendo—. Es verdad que es unos años mayor que tú. Pero eso, si bien tiene sus inconvenientes, no deja de tener sus ventajas. Es dueño de sus negocios y no tiene que dar cuentas a nadie de lo que hace.
Advirtiendo el gesto de duda que se dibujaba en la cara de Beatriz, Carlos se adelantó a sus objeciones.
—Un momento. Espera. Ya sé que tu novio no acaba de llenarte. Hablamos de esto en cierta ocasión. Pero tienes que poner los pies en el suelo, Beatriz. Tuviste un novio formal, o un pretendiente, lo que sea, y lo dejaste por éste. No sé lo que ha pasado desde entonces, pero piensa que ya no eres una niña y que los años no perdonan. Por otra parte, ya ves lo que hay con tu padre. Quizá dé guerra con lo que tenga que pasaros. ¿No crees que lo mejor sería casarte? Gozarías de una posición de privilegio. No te faltaría nada. Y el dinero, cuando es seguro y abundante, como en el caso de tu marido, es el mejor de los consuelos humanos. Lo demás son tonterías.
Hizo una pausa, y su bigotillo blanco se estremeció truhán. Carlos dijo:
—Una mujer casada, bien casada se entiende, es la persona más libre del mundo. Si sabes tratar a tu marido, harás de él lo que quieras. Lo que te dé la gana.
Beatriz inclinó la cabeza. Su larga melena, lisa y trigueña, cubría parte de su rostro. Entonces su madre le retiró el pelo en un ademán que pretendía ser cariñoso, pero que a Marta le pareció indecente.
Elena dijo:
—¿Qué te parece, Beatriz? Tu tío es un hombre de experiencia. Yo aunque mucho más tonta que él, había tenido la misma idea. Pero has de ser tú quien decida. Tu novio, lo sabes mejor que yo, está dispuesto a casarse cuando tú quieras. Mañana mismo si se lo pidieras.
Suspiró.
—Y yo me quedaría muy tranquila. Alejandro tiene su carrera y es feliz con su soltería. Marta, a terminar su COU y a la Universidad.
Se volvió hacia su hija.
—Ciencias de la Información dijiste, ¿no?
Marta se encogió de hombros bruscamente.
—Bueno, ya veremos —prosiguió Elena. Volvió la vista hacia Beatriz y sonrió con tristeza—. Y si tú te casaras, yo ya podía morirme tranquila.
—Además, mi hijo Pepe os relacionaría bien —terció Carlos—. Se codea con lo mejor de Barcelona. ¿Cómo les llaman ahora? ¿Los VIPS? Hasta almuerza con Pujol, con los Consellers y los financieros más conocidos de aquí. En cuanto a ti —dijo a Marta—, estas vacaciones de Navidad te vienes conmigo a Madrid. ¿Te gustaría?
—No sé.
—Lo pasarías bien.
De pronto los ojos licuosos de Carlos se animaron. Dirigiéndose a su cuñada, le propuso que acompañara a su hija.
—¿Cómo no había caído antes? Os venís las dos. Y a ti no te lo propongo, Beatriz, porque tienes que estar con tu novio. Os venís las dos y veréis lo bien que lo pasamos con Fefa. Porque nosotros estaremos solos estas fiestas. Haremos excursiones y, para Año Nuevo, nos vamos a la finca del Mar Menor. Todos los años reúno a mis hijos allí por esas fechas. Celebraremos juntos la entrada del año de la Concordia. También tú puedes traerte a tu novio, Beatriz. La casa tiene diez habitaciones, todas con baño. Rió.
—Ya hace tiempo que no reúno a toda la familia —dijo encendiendo un cigarrillo.
Su cara, flambée por la exquisita gastronomía de los cinco soles que iluminaban los restaurantes que solía frecuentar, adquirió una gravedad tan postiza como los blancos dientes que exhibía al reír.
—¿Y sabéis de quién es la culpa? De vuestro padre. No hay manera de entenderse con él. Y a mí me da rabia su actitud. Me encocora la condescendencia que pone de manifiesto cuando está conmigo. Como si yo fuera un subnormal. ¡Os lo juro! Para pegarle una patada donde yo me sé. ¿Queréis que os diga dónde está la madre del cordero? Me refiero a la causa de que sea tan raro. De que haya cometido tantas tonterías, y de tanto calibre, como las que comete. Bueno. Os voy a contar algún—, cósalas. Unas cuantas solamente.