14

Flora tenía la grupa salida y sólidos pechos. Morena de piel blanca. Lo mejor que había en el óvalo de su cara eran los ojos: grandes, expresivos, de mirar curioso. Tenía los pómulos sensuales y la nariz recta. De finas aletas. Llevaba los labios pintados en forma de corazón y al sonreír se le marcaban los hoyuelos de la cara. Llamaba la atención.

Al cruzar la puerta del teatro se quedó mirando con descaro a un joven de camisa azul, remangada a medio brazo, que montaba la guardia.

—¿Has visto? —dijo en voz baja a Juan—. Parece un ninot. Ni respira, el tío.

En el vestíbulo vio un grupo de muchachos de su edad. Vestían también camisa azul y charlaban animadamente. Llevaban pantalón negro y ancho cinto del mismo color con grandes hebillas de metal. En algunas de ellas se veían las cinco flechas y el yugo.

Flora, bastante más baja que Juan, levantó la cabeza hacia él.

—¿Quiénes son?

—Falangistas.

Se encogió de hombros.

—¿Y eso qué es?

—Ya te lo explicaré.

—Políticos, claro.

—Ten paciencia, mujer. Ahora vamos a ver si encontramos un par de butacas libres. Esto está hasta los topes.

La platea, en efecto, estaba abarrotada de gente. Eran jóvenes en su mayoría, pulcramente vestidos con trajes oscuros y vistosas corbatas sujetas con prendedor metálico al cuello, de puntas cortas y redondeadas. Flora notó que iban perfectamente afeitados y con el pelo peinado hacia atrás. Brillante de fijador. Observó que llevaban todos un calzado impecable y que la raya de los pantalones estaba cuidadosamente planchada. Por la forma de vestir y sus ademanes, dedujo que se trataba de estudiantes como Juan. Pero las pocas muchachas que vio la desconcertaron. Vestían faldas oscuras a media pierna y blusas camiseras, azules o negras, con hombreras y carteras pegadas al bolsillo. Calzaban zapatos planos o de medio tacón. A pesar de su juventud, había algo de rechazo en ellas. Flora pensó si sería la adustez del talante y la severidad que había en sus miradas, tan poco acorde con la alegría propia de la edad.

En el escenario, detrás de la mesa, había una enorme bandera roja y negra, en el centro de la cual se veía pintado el yugo con las cinco flechas.

Sorprendida, Flora le dio con el codo a Juan.

—Oye, ¿ésa no es la bandera de la FAI? —dijo.

Juan negó con la cabeza. Parecía un poco corrido.

Avanzaron por un lateral. Entre el público, que ocupaba ya casi todas las butacas, había algunas personas de cierta edad. Casi todas ellas leían con interés unos folletos azules. Otras charlaban animadamente con sus acompañantes. Los había, en fin, que parecían indignados y accionaban con ademanes entre enérgicos y amenazadores. Flora iba a decirle a Juan que estarían mejor paseando por la Castellana o tomándose un vermú con seltz al solillo reconfortante del Retiro, pero éste tiraba ya de la mano de ella.

—Mira, aquí hay dos juntas.

Ella le retuvo un instante antes de entrar en la fila de butacas.

—Esto es cosa de política, ¿no? —le dijo poniendo un gesto de fastidio.

—Vamos a oír lo que dicen, mujer. A lo mejor te interesa.

Cuando ella se quitó el abriguito gris perla de lanilla, un par de jóvenes uniformados se quedaron mirándola. Uno de ellos, de frente alta y despejada, que contrastaba con su rostro de pájaro, le guiñó a Juan. Flora, a quien el gesto del falangista no había pasado inadvertido, preguntó irritada:

—¿Quién es ese andova?

—Un compañero de Facultad. Gazapo. Nosotros le llamamos Gazapillo por lo enredador que es.

—Tiene cara de borde.

Mientras la ayudaba a poner el abrigo en el respaldo de la butaca, Juan tuvo ocasión de mirar a su acompañante. La sarguilla del traje beige que llevaba, de un gusto más que dudoso, resaltaba las formas de su cuerpo. Las modelaba en una excitante plástica de ilustración de novelita pornográfica de a peseta la media docena. El interés de Juan aumentó cuando, ya sentados, los sólidos muslos de Flora se le prometieron en toda su rotundidad bajo la falda.

Tragó saliva antes de preguntar:

—¿No sientes curiosidad?

—¿Por tu amigo? Tiene cara de vicioso.

—No, mujer. Por los falangistas.

Ella se encogió de hombros. Dijo que estaba de política hasta más arriba de la coronilla y que todos los políticos eran iguales.

—Mira si no cómo tratan los republicanos al trabajador. Prometían el oro y el moro, decían que iban a repartir la tierra, y ahora, ya ves. ¡Palos es lo que reparten! Mi padre y mi tío, que se han pasado toda la vida despotricando contra el Rey, que su boca era un retrete cada vez que le mentaban, pues eso. A la sombra los dos. Con la borrachera que me agarraron el día que se proclamó la República. De alegría, claro. Y si es mi hermano, el infeliz, que no habla por no molestar, enchironado con ellos.

Juan asentía a medida que ella hablaba.

—Precisamente lo que José Antonio quiere es acabar para siempre con los políticos —dijo.

—¿Con cuáles? Porque me imagino que con los de su bando no será. Se quedaría solo. ¿O no?

—Quiere terminar con todos. Con los de la derecha y con los de la izquierda. Dice que hay que hacer un Estado fuerte con un solo jefe al servicio del pueblo.

—¿Y quién es ese José Antonio?

Temiendo ser oído por algún curioso, Juan se acercó un poco más a Flora.

—¿Te acuerdas del general Primo de Rivera? —le preguntó en voz baja—. El que le quitó el poder al Rey. La Dictadura y todo eso.

—Algo he oído en casa.

—Éste es un hijo suyo. Es abogado. Y diputado por Cádiz. Antes perteneció a la Unión Monárquica Nacional.

—¿Monárquico?

—Te he dicho que perteneció. Abandonó ese partido.

—¿Y ahora qué es? ¿Republicano? Porque si no es monárquico, ya me dirás.

—Es un independiente. No cree en unos ni en otros. Cree en los españoles en general. En ti y en mí. Tiene fe en los destinos de la Patria. En su tradición. En su futuro histórico. ¿Cómo te lo explicaría? Es como en una casa. Si hay un padre duro, que quiere a sus hijos, a todos por igual, y les educa en el orden, en la disciplina del trabajo y el amor a la familia, la casa tiene que marchar. Pero si cada uno tira por un lado, que es lo que hacen los partidos políticos, y en lugar de obedecer y trabajar se dedican a perder el tiempo en fantasías, o en vicios, la casa tiene que irse al garete. ¿Lo comprendes?

Flora parpadeó.

—¿Y quién va a ser ese padre? ¿Juan Antonio?

—José Antonio. No se llama Juan Antonio. Yo no podría decirlo. Pero el jefe está. Existe. Lo que hay que hacer es dar con él antes de que sea demasiado tarde. Por lo que a mí respecta, te diré que, de momento, para mí el jefe no puede ser nadie más que él. ¡Es un tipo formidable!

Flora rió.

—Cariño que le has tomado.

Cruzó las piernas y se inclinó sobre él.

—Pero, vamos a ver —dijo tapándose el escote con la mano—, si ese José Antonio no es monárquico ni republicano, ¿qué demonios es?

—Totalitario.

Se miraron a los ojos. Él, seguro de lo que decía; ella tratando de comprender. Juan percibió el olor ligeramente acre de las axilas de Flora. Se sentía excitado, sobre todo cuando miraba sus labios entreabiertos, el brillo húmedo de sus dientes inferiores, sobre los que descansaba la punta de la lengua. Una lengua intrigada, como la expresión de los ojos de Flora, que necesitaban creer en algo.

Juan rozó su mejilla con la yema del dedo meñique.

—Tenías algo en la cara. Un poco de grasa blanca.

Mostró su dedo.

—¿Lo ves?

Ella reprimió una risita nerviosa.

—Es crema «Tokalón». Se la pispo a mi señora. Si estuviera mi abuela aquí diría que es el pecado que me sale a la cara. ¡Lo carca que era!

En aquel momento se oyeron unos aplausos. Siguiendo la dirección de las cabezas, Flora y Juan se volvieron. Vieron avanzar por unos de los laterales a unos cuantos falangistas uniformados. Abrían paso a varias personas, de uniforme también, que saludaban brazo en alto.

—¡Míralo!

—¿Cuál de ellos es?

—El más alto. Va detrás. Ahora saluda a una señora rubia. ¿Lo ves?

—¿Es el de las entradas?

—Sí.

—¡Pero si está chipén!

Juan se había puesto en pie y aplaudía. De vez en cuando levantaba el brazo derecho y se quedaba rígido en posición de firmes. La actitud suya, como la del resto de los asistentes, implicaba la renuncia total a la propia voluntad. La entrega sin reservas al jefe.

Cuando se sentó, Flora le dijo al oído:

—Demasiado joven para ser mi padre.

Él la hizo callar con un gesto.

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