4

«Ahora lo comprendo. Le sobran motivos para desconfiar de mí. Ahora sé el mal que le he hecho y el que me he causado a mí mismo. Dentro de un rato, cuando este tranvía se pare en un lugar que no tendría que existir, me quedaré sin ella. ¿Qué haré otra vez, solitario, vacío?» El redondo bombero que había en la plataforma delantera le parecía mucho más feliz que él, aunque fuera viejo y llevara aquel infernal casco prusiano que, además, le venía grande. «Cerebrino Mandri.» «Elixir Estomacal Saiz de Carlos.» «Para matar dolores, linimento de Sloan.» Los anuncios que leía desde la ventanilla le producían un dolor físico no podía precisar dónde. «Prohibido escupir.» El bombero se descosía de tanto reírse con el conductor. Tenía el afeitado pescuezo y los pestorejos muy rojos. Como si la sangre fuera a saltar. «Ése morirá de apoplejía.» Las bruscas embestidas que daba el tranvía convertía a los pasajeros en muñecos articulados, muñecos que se dejan llevar por la fuerza de la inercia. Que se inclinan hacia la derecha o hacia la izquierda, o caen de cara o de espalda, pero siguen en pie como los tentetiesos de las ferias. «¡A por los trescientos!» El pasquín electoral estaba pegado en una pared exactamente debajo de un indicador que ponía «urinarios». Una náusea infinita. El mundo era la náusea. Para protegerse contra ella, el único remedio era el amor. Amar era derrotar a la náusea. Salirse de ella. Y Lolita le dejaba embarcado en la nave de locos que era el mundo. Se sentía vencido. Sí, la tenía al lado. Las mangas de sus abrigos se rozaban, pero aquello formaba parte de la náusea. «Luces de Buenos Aires. La mejor creación de Carlos Gardel.» ¿Por qué leía aquella noche todos los letreros que le salían al paso del tranvía? «Es mi subconsciente. Busca la forma de suicidarse. De no pensar.» Sí, era la voz de ella, de Lolita.

—Ahora el que se ha quedado mudo eres tú.

Se encogió de hombros. Aquella voz, en aquellos momentos, ¿respondía a una fórmula de urbanidad o también formaba parte de la náusea? Quizá no existía. O la había oído cien años antes. O estaba escrito que la oiría cien años después. El tranvía había desembocado en una glorieta, y Juan pudo ver un racimo de estrellas colgadas en lo alto. Fue un instante. Se formuló una pregunta tópica. Si aquellas lucecitas vacilantes eran mundos, ¿qué diablos era él?

—Te pones como un crío cuando los demás no hacen lo que a ti te parece. En eso no has cambiado. Sigues siendo igual.

Ahora estaba enfurecido. Rabioso. ¿Por quién le tomaba aquella jovencita presuntuosa? No le iba su tono maternal, entre el reproche y la reflexión. Demostraba, además, su falta de perspicacia. Porque él no tenía nada de crío. Representaba la violencia, porque en la violencia estaba el poder, y el mundo no era una estúpida novela pastoril en la que todos los personajes eran felices en su idílico bucolismo. El mundo era violencia y la violencia era sangre.

—¿Qué curso llevas?

—Me he matriculado en quinto. Pero llevo no sé cuántas asignaturas colgadas de atrás.

—La Medicina te gustaba. Decías que, en el peor de los casos, era una forma de consolar a la gente.

«Quiere hablar. Necesita sacar todo lo que lleva dentro. Pero tiene demasiado orgullo. ¿O es que también ella está pidiendo ayuda?»

—No me has dicho qué has estado haciendo estos últimos años. Cómo viniste a Madrid y te catequizaron los comunistas. O los socialistas. No sé.

—Algún día puede que te lo cuente todo.

—Eso significa que volveremos a vernos. ¿O no es así?

Ella dijo:

—Dame tu dirección. Si quieres puedes encontrarme en la redacción de Juventud, el periódico que pensamos sacar. Es un piso de mala muerte. No vayas a imaginarte el edificio de ABC

—Si quieres, me pondré un disfraz de anarquista para ir a verte. O de peón caminero. Vestir como Dios manda, en estos tiempos, es exteriorizar el fascista que uno lleva dentro. Y sospecharían de ti.

—No es eso.

—¿Qué es, pues?

—Tenemos que reflexionar —dijo Lolita—. Los dos formamos parte de la Historia. Y la verdad es que somos una generación privilegiada, porque sobre nuestras conciencias cae la responsabilidad de formar seres libres. Responsables. No idiotas a nuestra imagen y semejanza. Hay que crear una sociedad nueva. Culta. Una sociedad que rompa con la estupidez de la gente. Que renuncie de una vez a la idea de que el hombre no ha venido al mundo para amontonar dinero y ser una bestia. Tenemos que procurar que la gente no sea estúpida. ¿Te has parado a pensar la cantidad de lerdos que hay en el país? Hay que hacer que descubran el libro, la obra de arte, el misterio de la vida. Hay que inyectarles ganas de vivir como personas. La alegría de crear algo nuevo y vivo cada día que pasa, en lugar de envenenarse en las tabernas o de embrutecerse en casa, me refiero a las mujeres, es algo que la gente tiene que conocer. Hay que enterrar las viejas ideas. Lo que la gente llama tradición, y que lo mismo puede ser la cursilada de una zarzuela que una estúpida romería, es estéril. Es atraso y tópico. Veneno que suministran desde arriba al pueblo para adormecerlo. Enturbia la sensibilidad. No sabría cómo explicártelo...

—Te explicas muy bien. Sigue.

Lolita le tomó una mano. Murmuró:

—Juan...

—Continúa.

—Sé que nuestras ideas son distintas. Opuestas. Estamos enfrentados, Juan. Y en estos momentos de confusión habrá que revisar muchos conceptos, muchas doctrinas. No va a ser fácil. Por eso hemos de reflexionar. Los dos. Tú buscas la salvación en unos valores gastados. Viejos.

—Quieres decir que soy un reaccionario.

—Buscar la reacción del tiempo viejo ante la savia nueva es una forma de ser reaccionario. Eres falangista. Yo, en cambio, no busco una reacción. Es decir, no soy reaccionaría. Busco acción. Una acción nueva. Revolucionaria. Algo dinámico. Imparable. Trato de encontrar una fuerza honesta que sea capaz de hacer avanzar el país al margen del cerrilismo, del tópico, de la estupidez. Soy consciente de que los dos corremos peligro. Detrás de tus ideas se ocultan intereses muy fuertes. Para ellos, tú y tus ideas no son más que el muelle, el disparadero de que piensan valerse para mantener su» privilegios. Detrás de mí, de mis ideas, todavía no sé lo que hay.

»No creo que lo sepa nadie con certeza. Aunque si he de confesarte la verdad, no estoy nada tranquila. A veces tengo la sospecha de que también se mueven intereses muy poderosos. De otro signo, claro. Pero que tampoco respetan la libertad por la que una lucha.

Juan se inclinó hacia ella.

—Contéstame con un sí o con no, Lolita. Dime sí o no. Sencillamente. ¿Has dejado de quererme?

—No. Pero insisto. Tenemos que reflexionar. Pensar lo que nos conviene. Representamos dos ideas contradictorias, dos mundos opuestos condenados a luchar entre sí hasta las últimas consecuencias. Quizás hasta la muerte. En estas condiciones, volver a las andadas sería una suciedad. Te haces cargo, ¿no?

Juan le sonrió. Era como si de pronto se hubiera iluminado todo por dentro. Ahora todo era distinto. Hasta el enorme muñeco de madera que anunciaba el «Cerebrino Mandri» en lo alto de una fachada le pareció gracioso. Tenía la misma cara de Hitler. Sólo le faltaba el bigotito. También el gesto huraño y su actitud despótica eran idénticas a las del dictador nazi. O se tomaba el «Cerebrino Mandri» que él exigía, o la cabeza estallaba en mil pedazos. Juan soltó una alegre carcajada, que terminó por contagiar a Lolita.

Era la primera vez que se reían en toda la tarde.

Generaciones
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