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Mientras caminaba hacía Calvo Sotelo, Diagonal abajo, pensaba que el cambio social del país no se vislumbraba por ninguna parte. Al contrario. Se estaba volviendo a los viejos tiempos. Pasada la explosión emocional de la gente tras la muerte de Franco, pasado el pánico de los franquistas y el entusiasmo de las elecciones del quince de junio, todo volvía a ser casi como antes. Recordó los tiempos de su llegada a Barcelona. Mientras los jóvenes trabajadores imitaban a Elvis Presley y sus chicas competían a ver cuál de ellas llevaba la minifalda más mini, los universitarios formaban un frente compacto contra la dictadura. Hablaban de socialismo y de marxismo; leían las obras de Marx, de Engels, a los clásicos soviéticos; recitaban poemas de Lorca, de Antonio Machado, de León Felipe; cantaban himnos revolucionarios y se sabían de memoria batallas y anécdotas de la guerra civil; querían socializar el país, volver a la República democrática al servicio del trabajador, con un Gobierno fuerte y honesto que exigiera responsabilidades a los franquistas y ordenara una revisión de fortunas; veneraban al Che, con cuyos pósters adornaban pisos comunales, dormitorios, estudios, buhardillas clandestinas en las que escondían la propaganda y la vieja máquina de ciclostilar; compraban libros en la «Maspero» y pasaban folletos y discos adquiridos en Andorra los fines de semana. Sus gustos y sus costumbres habían cambiado. Eran menos frívolos que antes y se les veía caminar con una vaga inquietud trascendente en la mirada.
Ahora se preguntaba Alejandro qué pensaban en aquellas fechas los universitarios perseguidos por la Policía franquista, los temidos sociales, catorce o quince años antes. Cuál era su actitud actual. Estarían casi todos graduados y algunos de ellos, no pocos, ocuparían los despachos de sus padres en la empresa o la industria familiar, más o menos importante. Otros disfrutarían puestos cualificados en la Administración o serían médicos, registradores o notarios. Se habrían casado, y como tenían que mantener el nivel de la familia de acuerdo con el status social respectivo, lo más probable era que trataran de ganar dinero en abundancia.
Alejandro sabía que no pocos de aquellos estudiantes militaban ahora en los partidos de la derecha burguesa catalana y que, el que más, se habría limitado a votar a los socialistas o al PSUC, sencillamente porque votar a la izquierda se había puesto de moda. Pero no ignoraba que abundaban las deserciones y que la derecha, cada vez más fuerte, atraía a disconformes, a desengañados, a ambiciosos y frívolos. Todo lo cual significaba que con los universitarios de la década de los sesenta no se podía contar. Se habían acomodado económicamente y se desentendían de los planteamientos revolucionarios. La igualdad y la libertad, el derecho a la cultura, la socialización de medios de trabajo, las colectivizaciones y demás premisas políticas de la izquierda histórica, defendidas antes con tanto entusiasmo, habían dejado de interesarles. Peor aún. Les molestaban íntimamente o les sonaban a música celestial. Si el Estatut por el que tanto habían luchado suponía un obstáculo para sus intereses materiales, si ponía cortapisas al crecimiento de sus empresas o exigía nuevos impuestos además de los del centralismo madrileño, renegarían de él, como hizo siempre la burguesía catalana, tanto de la República como la franquista. Ahora, los jóvenes portavoces de la democracia en la última fase del franquismo necesitaban el apoyo de los Bancos. Necesitaban agruparse con los demás empresarios a fin de oponerse a las exigencias del trabajador. Estafan con Ferrer Salat y con la CEOE, dispuestos a combatir las iniciativas de las centrales sindicales. A desacreditarlas, como habían hecho sus padres y los padres de sus padres. En definitiva, habían dejado de ser lo que fueron antes y se disponían a ganar la partida a quienes habían gozado de sus simpatías diez o quince años antes, cuando la juventud hizo el milagro de que se sintieran nobles y desinteresados.