17
Torroellas estaba a punto de cumplir los setenta años. Era un hombre fornido, de estatura mediana y fuerte personalidad. Los rasgos de su cara tenían cierta semejanza con las cualidades que revelan generalmente los bustos clásicos: severidad, cautela, inteligencia. Cabeza noble, pues, poblada únicamente en los blancos aladares. Frente alta, mejillas enjutas, labios enérgicos y mentón voluntarioso. La nariz, carnosa y sonrosada, aportaba al conjunto una discreta nota de sensualidad contenida. En sus ojos marrón claro se remansaba la mirada serena de la persona que espera poco de la vida, quizá porque ya lo obtuvo todo, a no ser salir de ella con dignidad. Sin miedo. Hacía unos pocos años que había enviudado y no se le conocían aventuras de faldas. Vivía para sus negocios y su colección de arte, especialmente pintura catalana de finales del XIX, sin excluir pintores modernos de prestigio. Se rumoreaba que el hijo único que tenía, Albert le amargaba la vida con escándalos y los excesos que cometía con algunos homosexuales de la jet society.
Sofía tenía al financiero casi enfrente de ella en la mesa. Más por un vago temor que por deliberada prudencia, procuraba no enfrentar su mirada con la de él. Charlaba animadamente con su hermano Luis Alfonso, o sonreía al caballero maduro sentado a su derecha. El pintoresco personaje tenía cara de pájaro, bailaba en su boca la dentadura postiza y el bisoñé que llevaba se le había ladeado cómicamente hacia la patilla derecha. Estaba un poco ebrio y contaba chistes subidos de color que la hacían enrojecer.
«Es mayor», pensaba Sofía refiriéndose a Torroellas, mientras saboreaba el gratinado de langosta acompañándolo con breves sorbos de «Diamante» helado. Le parecía extraño ser ella misma la persona que se sentaba a la misma mesa de conocidos políticos, financieros y artistas. Al otro extremo vio a López Rodó. Hablaba con cierto amaneramiento en los ademanes y cada vez que la miraba, sin duda porque no la conocía, los gruesos cristales de sus gafas distorsionaban sus globos oculares, que parecían pertenecer a un ser extraterrestre, de ficción.
A veces le entraban unas inexplicables ganas de reír. La vida, se decía Sofía fingiendo poner atención al último chiste del caballero maduro, gastaba bromas de todos los tipos. De pronto, sin comerlo ni beberlo, su marido entraba en el juego de los millones. Además, de la mano de un hombre como Torroellas. Según Luis Alfonso, el financiero habría visto en José Acosta al hijo que hubiera deseado tener y había decidido ayudarlo. «Con tal de que no nos deje en la estacada», pensó Sofía. Y rió realmente divertida la última obscenidad del caballero maduro.
En un par de ocasiones había cedido a la tentación y, animada por el vinillo y la conversación, había mirado discretamente al protector de su marido. Como si se tratara de un par de instantáneas, la retina de Sofía lo había captado en una de ellas charlando con Jordi Pujol, que levantaba el tenedor casi por encima de su cabeza y decía algo mirando vagamente al centro de la mesa. Sofía se preguntó por qué el conocido político no miraba a la cara a las personas. En la otra, Torroellas sonreía afablemente a una señora de mediana edad que accionaba con afectada desenvoltura. Notó que Torroellas se daba perfecta cuenta de que su invitada histrionizaba.
Las voces subían de tono a medida que los estómagos se llenaban. Frases sueltas en catalán, musical, sencillo o redicho, según la persona que hablaba. Alguien a quien no veía, un hombre joven a juzgar por su voz, aseguraba que él iba a votar la Constitución con sí con reservas.
—Como aquella célebre clasificación moral que se hacía con las películas —terció el hermano de Sofía—. Tres, con reservas. Tres erre. ¿Os acordáis?
—¡Y qué reservas! —siguió la voz—. Ahora, en este caso, creo que están justificadas mis reservas. La Constitución digamos suarista, para entendernos, adolece de unas ambigüedades imperdonables.
Una joven vestida de progre-bien quiso saber a qué clase de ambigüedades se refería el hombre a quien Sofía no podía distinguir.
Éste dijo dirigiéndose a Torroellas.
—Explícaselas tú, Alberto.
Torroellas rozó sus labios con una servilleta desdoblada y dijo que, a su juicio, no se trataba precisamente de ambigüedades.
—Yo creo que, al contrario, se trata de cosas muy concretas —añadió dirigiéndose a la joven—. Si bien es cierto que no cae en el abortismo, como aseguran los ultras, sí resulta evidente que trata el tema con excesiva confusión. Muy vagamente. Lo mismo cabría decir del divorcio. O de las nacionalidades. Considero que todos habríamos agradecido un tratamiento más claro del tema de la enseñanza, por ejemplo.
Carraspeó.
—De todas formas —siguió diciendo—, es lo mejor y lo peor que tenemos. Es decir, lo único. Y habrá que votar. Entiendo que es preferible mil veces la ambigüedad a dar por válida la división de los españoles en dos bandos.
Pujol tenía la boca llena y asintió entornando los ojos. Pero la joven vestida de progre, que resultó ser una columnista de un diario barcelonés recién botado, replicó airadamente que la Constitución era machista.
—Es un engendro, que discrimina brutalmente a la mujer.
Torroellas frunció el ceño.
—¿Brutalmente?
—Sí. Sobre todo a la mujer trabajadora. Le sustrae el derecho al divorcio, le impide que aborte y no regula legalmente los anticonceptivos. Es decir se lo quita todo.
Y es una persona que tiene que ir mañana y tarde a la fábrica, al taller, a la oficina. La patria potestad sigue en manos del marido, sin distingos. Quiero decir que si él es un borracho, o un irresponsable, sigue teniendo pleno derecho a hacer lo que le venga en gana con los hijos. Y con día. Con la mujer. Todas estas circunstancias hacen que la mujer sea un ciudadano de segunda categoría. Si esto no es machismo, ya me diréis.
Sofía intervino para decir que la mujer era, por naturaleza, más débil que d hombre y que, en consecuencia, exigir idénticos derechos donde no habían los mismos deberes le parecía un absurdo.
—O una irresponsabilidad —matizo—. Nietzsche afirmaba que no hay nada más peligroso que d poder cuando está en manos débiles.
La periodista frunció los labios en un gesto entre desdeñoso y de repulsión,
—Eso podría sonar a nazismo —dijo—. O a algo muy pareado.
—No veo la causa.
—Pues yo sí.
—¿Por qué? Aclaremos las cosas.
—No sé. Creo que esas palabras habrían estado muy bien en la boca de Hitler. O de Mussolini. ¡Dos hombres fuertes!
—Perdona, pero Hitler no fue un hombre fuerte. Fue un loco. Y Mussolini fue un payaso. Un histrión barato. El hombre fuerte, sobre tono en el terreno político, se caracteriza precisamente por su prudencia. Lo que en el Ripalda nos dijeron que era un don del Espíritu Santo, el don de fortaleza, en realidad no es más que una buena dosis de capacidad de aguante. No se puede por un quítame allá esas pajas echarlo todo a rodar y desencadenar una guerra mundial como hizo Hitler. Y las mujeres, reconoció, somos muy impulsivas. Lo cual constituye, a mi entender, una gran debilidad. Que hay padres borrachos e irresponsables. De acuerdo. Sí. Pero también hay madres así. Y no pocas. ¿Qué sería entonces de los hijos?
Mientras hablaba, la mirada de Sofía se había cruzado con la de Torroellas. Había sido un instante. Un relámpago de intenciones.
Sofía concluyó:
—En esto de la mujer, como en todo, no se pueden echar las campanas al vuelo alegremente.
La joven progre no se daba por venada.
—Entonces, qué. ¿Que siga todo igual que antes? ¿Vamos a tenernos que poner d velito en la cara?
Sofía rió:
—Quizá más de cuatro señoras lo agradecieran.
El caballero maduro que tenía al lado aplaudió la ocurrencia. Luego le dijo guiñándole:
—¿Sabe que está la mar de rica?
Estaba un poco aturdida, y creyendo que se refería a la langosta, Sofía dijo que no entendía cómo retiraba d plato.
—Si de verdad le parece tan rica, ¿por qué se la deja?
—¡La que está rica es usted! No la langosta. A mí siempre me ha sabido a estopa.
De repente a Sofía se le cortó el aliento. Quedó rígida en su asiento con los ojos desmesuradamente abiertos. Parecía una estatua de sal, inmóvil, con el tenedor en la mano, a mitad de camino entre d plato y la boca. La mano que atenazaba su muslo por debajo de la mesa hurgaba ahora entre las piernas.
De pronto oyó la voz de Torroellas.
- Caries —decía dirigiéndose al caballero maduro—, te sugiero que sigas aplaudiendo a la señora Acosta. La suya ha sido una magnífica intervención.
El caballero maduro asintió y empezó a aplaudir, mientras Sofía se bajaba la falda apresuradamente.
—Es el barón de Quatrefons —aclaró Torroellas a Sofía.
Y mirando al barón con la mirada con que se reprime al niño, dijo:
—Esta señora tan bella, y tan inteligente, es la esposa del capitán José Acosta. Tu nuevo consejero.
Mientras los demás aplaudían, el barón de Quatrefons se zampaba una copa de «Alella» en honor de Sofía.
Sofía alzó la suya y le sonrió.