12
Había anochecido. Hasta el dormitorio de los Acosta llegaba el rumor de los vehículos que bajaban por Vía Augusta hasta Diagonal. Sofía y José permanecían en silencio. Ella pensaba en la cena que iba a perderse en el palacete de Torroellas. Su marido, en cambio, trataba de imaginar la reacción de su tío Alejandro, a quien terminaba de llamar. Sofía estaba de pie junto a su marido. Dijo:
—Será mejor que me quite esto. Él levantó la cabeza.
—No. Tú asistes a esa cena. Yo iré más tarde. Cuando pueda. Sabes que estas cosas se alargan.
Sofía protestó:
—Dejémoslo. No estaría tranquila.
—Te llevaré a casa de tu hermano. Te vas con ellos y me excusas con Torroellas.
Que me han llamado del cuartel. Lo que te parezca. Se levantó.
—Anda, vamos. Después pasaré a recoger a mi tío. Cenaremos algo por ahí mientras charlamos.
Sofía pasó por la habitación de sus hijos, dio instrucciones a la criada y se reunió con su marido en el recibidor. Poco después cogían el coche en el parking de enfrente de casa.
Al llegar frente a la finca de Luis Alfonso, en Farmacéutico Carbonell, José paró un instante. Sofía besó sus labios con suavidad. Casi con ternura.
—Tu tío te aclarará las ideas —dijo—. De todas formas, aunque se trate de él, cuidado con lo que hablas. Estos asuntos son delicados. Y procura no retrasarte demasiado.
Él la ayudó a echarse el visón sobre los hombros. La estuvo mirando hasta que desapareció en el portal de la finca. Se sentía vagamente angustiado.