19

Eran unos golpes fuertes, imperiosos. En seguida, una voz conminatoria de hombre:

—¡Venga, mozo! ¡Abre, si no quieres que tire la puerta de una patada!

Se acercó:

—¿Quién es?

—¡La Policía, leñe! ¿O es que no nos esperas?

Cuando descorrió el pestillo de la puerta se abrió violentamente. De par en par. Al fondo, en la penumbra del corredor, Juan entrevió la cara asustada de la patrona. Los dos hombres que entraron, y que se abalanzaron sobre él inmovilizándolo, vestían holgadas gabardinas y se cubrían con sombreros de fieltro de ala ancha. Uno de ellos, el que llevaba el cuello de la gabardina levantado, le obligó a poner las manos sobre la pared.

—¡A ver, pendón! —dijo mientras le cacheaba—. ¡Quita esa pata de ahí! Eso es. Las piernas, abiertas. Y tranquilito, ¿eh?

—Pero ¿pueden decirme qué pasa?

—¿Lo que pasa? ¡Lo que pasará! Anda, date la vuelta.

La cara de Juan se había puesto terrosa. Tenía los labios blancos. Sin sangre.

—Ni siquiera me han preguntado quién soy.

—Lo sabemos. Te llamas Juan Acosta y andas metido en lo de la bomba de Correos.

—¿Qué bomba?

—Ya te lo explicará el Comisario. A ver esas manitas.

Antes de darse cuenta se vio esposado. Protestó:

—Esto es un atropello. Tengo mis derechos.

—Bueno, bueno. Está bien. Tú quédate con tus derechos, pero calla. No me abras la boca. Ni intentes ninguna faena, porque te juro que te acuerdas de ésta. Andando.

Al salir vio cómo el otro agente, un tipo canijo con la cara picada de viruelas y un bigotín ratado, metía en una bolsa de lona los papeles que había sobre la mesa y la foto de Hitler, que había arrancado de la pared.

—Si quieres, nos llevamos a Celia —dijo. Y en sus ojos relampagueó un instante el rijo—. A lo mejor la necesitas en el talego.

Le bajaron a empujones. Esquina San Bernardo esperaba un «Ford» pequeño pintado de negro con un nombre al volante. Cuando se acomodó detrás, junto al agente que se había apoderado de las circulares, pidió que le aclararan la situación.

—No sé de qué bomba me hablan —dijo—. Estoy toda la tarde en casa. Con dos compañeros de curso. Estudiando.

El que iba junto al conductor rió.

—Lo sabemos. Estabas con Rulfo Mas y con ese Gazapo. ¡Menudos!

—¿También los han detenido?

—¡A ver si cierras el pico! Tanta pregunta y tanta leche.

El de las viruelas le metió el codo en las costillas.

—Aquí los únicos que preguntamos somos nosotros.

Siguieron en silencio. En las calles del centro la gente llenaba las aceras y en las mesas de los cafés, a través de las empañadas lunas, se veían aburridos matrimonios burgueses frente a la consumición. Al subir por Alcalá, Juan vio un colosal letrero de propaganda electoral. La cara fofa de Gil Robles, de mirada severa, flotaba sobre una muchedumbre de cabezas anónimas. «Éstos son mis poderes.» El «Ford» se paró frente a la Dirección General de Seguridad, casi en la esquina de Carretas. A lo largo del bordillo, aparcados, se veían varios coches celulares.

Mientras caminaban hacia la puerta principal, alguien a su lado gritó: «¡Duro con ellos! De comunistas, ni uno vivo iba a dejar yo.» Juan se volvió. Un instante. El tiempo justo para ver a un señor con abrigo gris y sombrero oscuro. Su bigote a lo Káiser le recordó al padre.

Ya en el interior del edificio bajaron unas escaleras empinadas que había al final de un corredor estrecho. El policía que llevaba la voz cantante le sacó la cartera del bolsillo interior de la americana. Luego le quitó las esposas.

—Supongo que llevas la cédula personal —dijo.

Delante de una especie de mostrador esperaban varios jóvenes, vigilados por una pareja de Asalto. Detrás, al otro lado de la trampilla, un funcionario tomaba las huellas digitales a un muchacho que no tendría más de quince o dieciséis años.

—¿Van a ficharme? —preguntó Juan.

—Primero, la identificación. Luego ya veremos qué pasa.

De la puerta que había a la izquierda le llegaban unas vaharadas acres cada vez que entraba o salía un funcionario. Pensó si serían los calabozos. De repente le entró miedo. Excepto la patrona, nadie sabía que estaba allí. Y ni siquiera ésta podía asegurar que se lo había llevado la Policía.

El funcionario que había al otro lado del mostrador le pidió la corbata y el cinturón. Luego dijo que vaciara los bolsillos.

—Se te devolverá todo —murmuró anotando algo en la solapa de un sobre amarillento.

Cuando los policías se marcharon, Juan vio a un número de Asalto a su lado. Pensó que Diéster no podría hacer nada por él en aquella ocasión, ya que estaba destinado en Barcelona. En aquel momento oyó voces y ruido de pasos. Precedidos por un guardia con capote, entraron en la pieza una veintena de detenidos. El del capote les ordenó que se retiraran hacia atrás. «Las espaldas pegadas a la pared. Todos. Uno al lado del otro. Eso es.» Juan comprendió que llegaban más detenidos.

—Pero ¿qué ha pasado? —preguntó al guardia encargado de su custodia.

El interpelado levantó las cejas. Dijo:

—Nosotros no podemos hablar con los detenidos.

Como le habían quitado las esposas, pidió permiso para fumar. Comprobó que no tenía tabaco. Se dedicó a mirar a los detenidos por si reconocía a alguno.

Habíase formado un pequeño grupo, como de media docena, que esperaban con Juan para ser trasladados juntos. De nuevo se oyeron voces en el corredor. Y ruido de pasos. Esperó con los brazos cruzados. Procedente de la escalerilla que daba acceso al sótano, llegó a sus oídos una risa de mujer. Poco después entraba un grupo de muchachas aproximadamente de su misma edad. Detrás de días lo hicieron los hombres.

El guardia del capote azul ordenó que formaran una segunda fila delante de la que había junto a la pared. «Las manos a la vista», dijo después. En aquel momento, cuando los detenidos cruzaban las manos, le pareció reconocer a Lolita en una de aquellas muchachas. Se había equivocado tantas veces, que decidió mirar hada otro sitio.

Recorriendo con la mirada la pared, se detuvo ante la fotografía del Presidente de la República. Don Niceto le miraba con ojos sonrientes en una expresión divertida y traviesa. Pero Juan tenía la sensación de que eran otros ojos los que le estaban observando. Unos ojos que no eran de cartulina, como los de don Niceto, sino que estaban vivos. Allí mismo, a unos pocos metros de él.

Se volvió despacio hacia el grupo formado por las muchachas. La mirada, dura, helada, seguía allí, contrastando con la vivacidad alegre de las demás detenidas, que parecían ir de verbena. Juan parpadeó. Luego abrió la boca despacio, en un movimiento producido por la sorpresa, mientras dejaba caer los brazos a lo largo del cuerpo. Era ella. Más llena, más mujer. Pero era Lolita. Ahora estaba seguro. Y no por su aspecto inconfundible, a pesar de los dos años transcurridos, sino por la forma en que le miraba. «No me ha perdonado», pensó.

Se disponía a avanzar hacia ella, cuando el guardia le sujetó.

—Vamos, adentro.

Él le miró con una mezcla de rabia y de angustia.

—Es sólo un momento.

Pero el guardia rodó la cabeza.

—No puede ser.

Le empujaba sin violencia pero con firmeza. Juan volvió la cabeza mientras trasponía la puerta que comunicaba con los calabozos. Lolita se había vuelto y seguía mirándole con frialdad.

Preguntó a uno del grupo:

—¿Quiénes son?

El desconocido le miró de arriba abajo sin dejar de andar.

—Las chicas. Esas chicas que acaban de llegar. ¿Por qué las han detenido?

—Son chibiris. De las Juventudes Socialistas. Se les nota en la pinta. Tienen las chavalas más buenas de todo Madrid.

—¿Tú sabes qué está pasando aquí? Porque yo no sé nada. Me han pescado en la pensión.

—Nada. No pasa nada. Que les entra en canguelo cada vez que oyen un petardo. Dicen si Gil Robles o uno de ellos ha presentado denuncia porque le han amenazado de muerte. Algún gilipollas. Nunca faltan. Pero ya nos sacarán.

—¿Cuándo?

—Cuando se cansen de vernos por aquí. ¿En qué partido estás?

—¿Yo? En ninguno.

—Ya.

El desconocido se separó de Juan y se puso al lado de un hombrón cargado de espaldas. Poco después reían los dos, y el hombrón miró a Juan desdeñosamente. Al pasar frente a uno de los calabozos colectivos, Juan oyó la voz de Gazapillo.

—Estamos aquí, Acosta —gritó agitando una mano—. Desde que salimos de tu casa.

Juan se puso de puntillas. Preguntó:

—¿Todo bien?

—Rulfo. Le han partido una ceja. Pero nada. Bien. Hasta la vista.

Los metieron, en grupos de dos, en celdas colectivas hasta los topes. Juan miró alrededor. Los detenidos hablaban entre sí, reían o se indignaban por el trato de que habían sido objeto. Eran hombres rudos en su mayoría, y se notaba su militancia en las izquierdas. En seguida que se familiarizó con el ambiente distinguió a los socialistas, el corro más numeroso, de los comunistas. Éstos andaban en cabildeos y mordían las palabras al hablar. Los socialistas, en cambio, alborotaban más. Supo también que el hombre al que se había dirigido y su compañero eran anarquistas.

Como se encontraba más solo que la una se sentó en un rincón. De pronto recordó lo de la burbujita de Flora. Una pequeña burbuja. Eso era él. Y los que llenaban los calabozos. Y los que los habían detenido, los que los habían mandado detener. Resultaba, pues, que la sociedad era una gran burbuja sacudida de acá para allá por el vendaval de las ideas. En consecuencia, el mal no estaba en la persona en particular, que no conseguía liberarse del niño que llevaba dentro, sino en la idea. Ahora estaba co vencido de que los filósofos habían resuelto la cuestión al revés. No era el ce«mano el generador de la idea abstracta. Ni siquiera Platón había acertado del todo. La idea existía antes y por encima del hombre. Lo que sucedía era que el niño que escondido en la intimidad de todo ser humano convertía la idea preexistente a él en tu juguete favorito. En su nombre, en el nombre de esa idea, creaba mundos soñados o destruía los reales. Humillaba a sus semejantes o los ensalzaba. Chupaba la sangre a los demás o les daba hasta la última gota de la suya. Era la idea, por tanto, la bestia o el ángel. Sin embargo, al ángel lo bestializaba su propio angelismo. Lo convertía en un peligroso ser inmune a la caída. Un ser sin apetencias, incapaz por tanto de comprender a los demás seres imperfectos. Un ser que, como Dios, reservaba a su infinita soberbia el juicio sobre las personas.

Le pareció que deliraba. Si Lolita había sido un ángel, a quien el veneno de una determinada idea transformaba en bestia, era algo que estaba por descubrir. No podía juzgarla mal por haberse afiliado a las Juventudes Socialistas. Hablaría con ella. Le expondría todas sus dudas. Desnudaría ante ella el gran desconcierto que estaba viviendo y del que se alimentaba.

Debía de ser muy tarde cuando empezaron a sonar los subidos. Procedían del extraño del corredor, cerca de la puerta. Eran los detenidos, que en aquellos momentos habían armado la bronca. En seguida se oyeron unas voces recias cantando La Internacional. Juan se levantó y se acercó a la reja que separaba su celda del corredor. Entre los barrotes asomaban puños cenados que se agitaban. Eran puños crispados, amenazadores, que pedían venganza. ¿Venganza de qué? ¿Contra quién?

Los silbidos arreciaban cuando consiguió ver al personaje que avanzaba impávido por el centro del corredor. Llevaba un impecable abrigo azul marino con las solapas levantadas bajo una bufanda blanca de seda. Como estaba de espaldas a él no conseguía ver sus facciones. De repente se volvió, pero como leía una lista que llevaba en la mano tampoco pudo distinguirlas. Vio, en cambio, la pajarita del esmoquin sobre la blanca pechera.

Ahora avanzaba hacia su celda. Era el suyo un paso firme, decidido. Al entrar en la zona iluminada, Juan reprimió una exclamación de asombro. El joven que le miraba en silencio era José Antonio. «Trata de averiguar si estamos todos aquí», pensó.

Se miraron un instante. Y José Antonio siguió su camino entre el abucheo de los detenidos y las desacordadas estrofas de la Internacional.

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