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Sobre el aparador, y en dos mesas auxiliares, Beatriz había puesto grandes bandejas con repostería, madalenas hechas en casa, porciones de carne de membrillo y de guayaba, rollos azucarados y algún suspiro, sin olvidar los dátiles de Berbería que había traído Alejandro en vistosas cajas de cedro labrado. Había también refrescos, un frasco de zarzaparrilla, una botella mediada de anís del «Mono» y otra de menta sin descorchar. Esto último para la gente joven. Los mayores tenían a su disposición varios frascos de licor y una hermosa caja de habanos, sin contar la picadura fina de «Vuelta Abajo». Por lo demás, en la cocina estaba preparada la chocolatera grande, y Eulalia, la muchacha de los Adell, se disponía a entrar en acción.
Los primeros en llegar fueron los León. Antonio, el marido, se dejó caer pesadamente en uno de los sillones del comedor.
Hizo un visaje y clavó sus ojos saltones en Beatriz.
—Dame una taza de café de ese que trae tu marido —pidió—. Pero antes tráeme un vaso de agua. ¡Así de grande! Si tiene un balde, mejor.
Soledad, su mujer, echó una ojeada a los dulces.
—Esta tarde me dejáis —dijo abriendo mucho los ojos—. Comeré todo lo que me apetezca. Y mañana, tempranito, confesaré con el padre Arturo mi pecado de gula. Siempre me da la absolución.
Poco después entraban en el comedor las hijas de los recién llegados. Luisa, la mayor, traía el rostro encendido.
—;Qué calor! —exclamó abanicándose con la palma de la mano.
Alejandro observó el macizo cuerpo de Luisa.
—Tienes unas hijas muy guapas —dijo a Antonio, que bebía afanosamente su vaso de agua.
Luisa le miró a los ojos y salió disparada. En el corredor daba unos gritos la mar de raros.
Emilín, de pie junto al padre, acarició la cabeza de Tito.
—Éste sí que es guapo —sonsoniqueó con su vocecita cantarina.
Pantalón marrón claro a medio muslo, jersey tirolés de cuello cerrado, calcetines por debajo de las rodillas y zapatos anchos de colegial, Tito se sentía un personaje importante. Su padre observó su carita redonda, chatilla, de labios carnosos, bien dibujados, y mirada triste bajo el mechón dorado que caía sobre su frente.
La madre de Emilín le pellizcó la barbilla.
—¿Has oído, Tito? Ya has hecho una conquista.
Tito, desconcertado, escapó del comedor.
En el dormitorio de Juan, donde se escondió, se preguntaba por qué se comportaban de aquella forma tan estúpida las personas mayores. Intuía vagamente que se metían con él porque sabían que le estaba prohibido defenderse. Él le habría dicho a aquella señora que por qué no se limpiaba los dientes, en lugar de decir tonterías. Se restregó la barbilla, en un intento de quitar de allí la caricia de Soledad.
Escuchó la voz cantarina de Emilín.
—¿Estás ahí?
—Sí.
Arrodillada a sus pies, con su vestido lila abullonado en el pecho, en el que ya apuntaban los senos, le pareció un ser demasiado frágil para saber lo que sabía.
—¿Sabes que me gustó tocar tu cosa? —murmuró ella.
Tito la empujó.
—¿Sabes que eres una cochina?
Entonces Emilín se levantó enfurruñada.
—Se lo diré a mi madre.
—¿Qué le vas a decir?
—Que me haces cosas.
—Y yo le contaré la verdad. Lo que me hiciste el otro día.
Ella le miró risueña.
—¿Somos amigos?
—Bueno.
Acarició la cara de Tito.
—Es que me gustas demasiado.
—Anda, vámonos.
Salieron.
En la sala empezaba a reunirse la gente joven. Luisa se había sentado descuidadamente y secreteaba con Marta. Tenía la falda a medio muslo. Tito quedó como petrificado al ver las grandes piernas de Luisa, tan gruesas, torneadas, con las dos ligas verdosas separando la seda de la piel.
Emilín gritó:
—¡Luisa!
Los negros ojos de su hermana pasaron con brusquedad de la cara de ella a la de Tito, que seguía como hipnotizado. Entonces Luisa tiró de su falda. Miró al pequeño con cierto rencor.
Marta le dijo secamente:
—Tito, vete a jugar por ahí.
Sintió él en la espinilla del doloroso punterazo de Emilín.
—Eso sí que te gusta, ¿eh?