13
Al día siguiente por la mañana fue con su padre a visitar a Emerenciano Adell.
Se habían sentado en la mesa camilla, junto al balcón que daba a la Plaza de Serranos.
Alejandro dijo:
—Le vi el verano pasado en su casa de Polop. Estaba bastante estropeado. Se fatigaba al hablar. Allí, al fresco, bajo el parral, con su traje de hilo y el bastón de nudos, estoy seguro de que se consideraba el hombre más feliz del mundo. Su amor por la naturaleza es inmenso. Casi místico.
—¿Y qué demontre hace ese hombre en Madrid, siendo como tú dices que es?
—Maura le dio un cargo. En Instrucción Pública. Entre lo que gana allí y las colaboraciones de los periódicos va tirando. Pero él no es hombre de ciudad. Sufre con las intrigas de la gente. Además, creo que tiene una lesión de corazón.
—Su libro me ha impresionado. Es todo él un canto a la vida. Junto a eso hay un sensualismo lírico extraordinario. Cuando habla de una sandía, por ejemplo, la estás oliendo. Ves y sientes su carne madura, roja, cristalizada dice él. No es mal momento el de nuestras letras. Están Pérez de Ayala, Lorca, el doctor Marañón, Ortega y Gasset, ese joven andaluz, ¿cómo se llama?, Alberti.
—Sí, pero lo que hace don Gabriel es distinto. Iba a ingresar en la Academia, pero los jesuitas lo tienen vetado.
—Malos bichos los jesuitas. Tendrían que expulsarlos. ¿Tú sabes las riquezas que tienen en España? Algo escandaloso. Y no digamos de su influencia.
—Pues, como te decía, estábamos charlando y de repente se levantó, entró en casa y vino con el libro. Dedicado. Tito estaba aquel día conmigo.
Alejandro preguntó a su hijo:
—¿Te acuerdas?
—No.
—Sí, hombre. Aquel día comimos tú y yo en «El Mirador». Solos. Luego tomamos el coche de Balaguer. Salimos a eso de las cuatro. Cuando llegamos, don Gabriel nos esperaba en la plaza del pueblo. Estaba mirando los caños de agua.
Alejandro sonrió.
—Siente veneración por el agua —dijo—. La describe en todas sus formas. En todas sus manifestaciones.
—He leído esos párrafos. Mira, aquí están.
Emerenciano leyó:
—«¿Quién recogió el agua entre sus brazos como una túnica? Únicamente Dios. Ya lo sabe Sigüenza.
»Sigüenza y muchos quisieran gozar del agua, cogiéndola, ciñéndola, modelándola como una ropa dócil a nuestros dedos. Se lo hace decir a Salomón en sus Proverbios que sea el agua tan infinita en sí misma, tan incorpórea en su cuerpo, y la codicia de tenerla y de romperla en su unidad fugaz y perdurable.»
Un silencio profundo les traspasó. Tito asoció el fragmento leído por Emerenciano a la mirada serena de su autor. Lo recordaba. Ahora sí lo recordaba. Como recordaba el viaje de que le había hablado el padre. Él llevaba el traje de marinero rayado de azul y una corbata del mismo color. Recordó también la polvorienta carretera por donde corría el coche de Balaguer entre bancales de olivos y de almendros y colinas suaves cubiertas de viñedos. El padre fumaba a su lado, en el coche. Tenía el bastón de vuelta entre las piernas y parecía abismado en sus pensamientos. Afuera corría el paisaje: barrancos con cabras al borde del precipicio; una casucha requemada por el sol de agosto, con las bardas del corral erizadas de vidrios y la era delante con la palmera o el ciprés; el mar, que asoma tras una colina de esparto y desaparece en seguida, para volver a aparecer más lejos como si jugara al escondite; el paciente borrico de venia con los ojos tapados con un ropón oscuro lleno de moscas. Y todo estaba quieto, inmóvil, como tallado en sí mismo fuera del tiempo, porque era un día de calma y, sin viento, toda la creación parecía como un encantamiento.
Sin ser pobre del todo, la casa tenía la digna humildad de la pobreza limpia y ordenada. Dos severos cipreses, unas oscuras matas de baladre con las rojas flores abiertas al cielo azul, la parra. Debajo de ella habían puesto unos sillones de mimbre claro y una mesa de pino sin desbastar. En el jardín caminaron sobre andadores cubiertos de grava fresca y crujidora. Don Gabriel hablaba. Pausada, reposadamente. En la parte posterior del edificio un jazminero viejo colgaba de una de las rejas como si esperara a la moza festeadora desde la eternidad. Como era media tarde y el sol pegaba de firme allí, las flores seguían cerradas. Su huso blanco con la punta amoratada esperaba el frescor de la atardecida para abrirse y dejar constancia de la eternidad con su aroma de narcótico. En medio del jardín, el laurel, viejo, fresco, de hojas de cimitarra y frutos oscuros como la mitra de un obispo.
La casa tenía dos poyos de mampostería. Uno a cada lado. ¿Cómo era posible? ¿Cómo veía Tito ahora con tanta precisión los poyos, la cortina hecha de sábana de hilo sin desbastar, con grandes lenguas de luz filtrada por entre los pámpanos de la parra? Husserl lo ha dicho: «La conciencia originaria de lo que se da es la única fuente de conocimiento.» Lo que se daba en la memoria de Tito en aquellos momentos detalle. No el detalle en su extensión genérica. Era el detalle del detalle.
La casa, de fachada blanca, lisa, sencilla. Con dos rejas pintadas de negro sobre los poyos del exterior, a parte y parte de la puerta, con la gran cortina y sus moscas adheridas, moscas borrachas de sol que esperan que suba el frescor en oleadas desde el hondón de cuadros de panizo, desde los bancales de limoneros y las huertas donde se crían las verduras amorosamente. La casa, y la voz reposada de don Gabriel: «Fue una de esas cosas del azar que, paradójicamente, lo tiene todo previsto. Iba yo por la quebrada y de repente, se me apareció una vereda que se escondía de un brinco aquí mismo. La seguí. Subí luego unos escalones de portal con los muros rotos. Al fondo estaba el jardín de familia, ¡tan abandonado! Nadie. Comprendía que había descubierto el lugar. El lugar hallado.»
¿Cómo iba calzado don Gabriel? El detalle no estaba claro en el recuerdo de Tito. Don Gabriel seguía siendo él mismo. Don Gabriel entero. Pero Tito no recordaba sus píes y don Gabriel era un hombre sin pies. No un mutilado, no. Simplemente un hombre sin pies.
Mientras se esforzaba en recordar, su padre y Emerenciano reían observando a alguien, o algo, que había en la calle. A él en cambio no le quedaban fuerzas para mirar desde el balcón. Tenía que recordarlo todo. La casa, los sillones de mimbre, la cortina blanca... ¿Qué más? Había una figura femenina. Una mujer silenciosa, limpia. ¿Qué más? Había un libro. El libro era aquél, el mismo que tenía Emerenciano en sus manos grandes de hortelano que echó el ancla en la ciudad y perdió el paraíso.
¿Y qué era don Gabriel? ¿Qué hada?
Oyó la voz del padre, pero como si llegara de muy lejos.
—Tito...
Seguramente la voz le llamaba porque había descubierto algo hermoso. Quizás una mariposa grande, de verdad, de esas que vuelan torpemente como si fueran un pedazo de papel arrastrado por d viento. La mariposa se había posado sobre la hoja de un dondiego y la abanicaba con su abrir y cerrar de alas. ¿Valía la pena volver la cabeza hacia aquella voz? ¿O era preferible tratar de descubrir, de «ver» qué diablos llevaba don Gabriel en los pies?
—Tito...
La mano del padre, su palma ancha, cálida, tocaba ahora su rodilla. Seguramente iba a pedirle que le trajera d sombrero, porque d sol pegaba de firme en d huerto de don Gabriel.
Su padre escrutó la cara de Tito.
—Dime, ¿en qué estás pensando?
Parpadeó. Ahora le miraban los dos, su padre y Emerenciano.
Éste dijo:
—A lo mejor es que d estómago te está pidiendo unos pastelillos. Los guarda tu tía ahí, en d aparador. Son para los niños distraídos como tú.
Tito le sonrió. Volvía fatigado de un largo viaje en d tiempo. Volvía a estar allí. Con ellos. Un poco corrido.
—¿Cómo se llamaba aquel señor que te regaló el libro en Polop?
—Don Gabrid.
—Don Gabrid. ¿Y qué más?
—Don Gabrid Miró.
Eran casi las doce y d comedor se había llenado de sol. El canario cantaba alegre en su rincón. En los intervalos, se oía d tictac del reloj de pared, redondo, metido en una caja de madera barnizada, con los bordes del cristal biselados. Olía a fruta. A manzanas y ponciles del frutero de Manises que había sobre d mármol del aparador.
Tito preguntó al padre:
—¿Qué llevaba en los pies don Gabrid?
—Alpargatas. Alpargatas de suela de cáñamo.
—Tapadas.
—Eso es. De cara. No de las que llaman de labrador.
Tito sonrió.
—Le venían grandes. ¿Te acuerdas?
Todo volvía a estar donde siempre. La mesa camilla, el balcón, la larga corbatita de punto de su jersey tirolés. Tito suspiró. Le sorprendió oír lo que decía su padre:
—Este chico estaba como ausente. ¿No lo has notado?
Emerenciano rió.
—A lo mejor nos sale poeta. Siempre están en las nubes.