7

La tartana bajaba la Cuesta del Mar con d freno echado. Al pescante con Carmelo, el conductor, Tito no apartaba la vista de las poderosas ancas del animal, de su sudado muslo. De vez en cuando resbalaba una herradura sobre la lisa superficie de un guijo y d carruaje daba un quiebro como si fuera a volcar. Tito se agarraba con fuerza y miraba de reojo a Carmelo, que intentaba tranquilizar al animal.

—Quieta, Solitaria.

Al pequeño le sorprendió el nombre de la yegua.

—¿Por qué se llama Solitaria?

—Por que siempre está comiendo y no engorda. Una ruina este animal. Ahora d negocio son los coches. No necesitan pienso todos los días.

Vencida la Cuesta del Mar rodaron con viveza por el paseo de palmeras. Tito dejó de mirar la grupa de la yegua y olvidó el enigma que encierra la voracidad de las solitarias. Ahora se había convertido en una conciencia expectante, algo que espera observando sin saber exactamente qué, pero convencido de que un día, tarde o temprano, terminará por revelársele. Miraba absorto los espacios abiertos, el cielo y d mar, sin que su predilección se decidiera a tomar partido. El aire salobrenco que le dio en la cara frente a la playa parecía acelerar sus pulsos. Cerró los ojos para mejor concentrarse en la caricia que sentía en la frente, donde flotaba el mechón rubianco de su pelo. Pero el viento no se detenía allí. Lamía su cuello, sus sienes, zumbaba a intervalos en sus orejas, parecía que iba a penetrarlo todo, a arrancarlo de su asiento en la tartana y llevárselo muy lejos para juguetear con él hasta quedar los dos convertidos en sueño.

Un gozo hasta entonces no experimentado se adueñó de él cuando entornó los ojos,

Acababa de pasar por la farola, donde había visto un carabinero muy gordo con el mosquetón al hombro. De pronto la playa apareció allí mismo. Casi tocando las ruedas de la vieja tartana. Pero era una playa distinta a todas las demás, porque allí las aguas eran de color carmín y la espuma que las olas depositaban al romper sobre la arena tenía el color del oro viejo.

Tito parpadeó. ¿Podía cambiar sus colores el mar? Fue al mirar al horizonte cuando comprendió la causa del milagro. El sol, que tampoco tenía color de sol, era una fulgurante brasa roja que estaba hundiéndose en el mar. Pausada, perezosamente, una gaviota blanca con las puntas de las alas marrones planeaba cerca de la orilla. La gaviota se caló en el aire sobre su presa, osciló levemente y rozó con el pico la lisa superficie del agua. Cuando de nuevo se remontó, entre gotas luminosas, voló hacia el horizonte envuelta en un clamor de gritos jubilosos.

Todo alrededor de Tito era insólitamente hermoso. Y, de repente, el infierno. Iba a dejar atrás la tartana una zona oscura de algas que se extendía hasta el final de la playa, cuando salieron de debajo de ellas dos pequeños monstruos vociferantes. Los monstruos danzaban persiguiendo al carruaje, al tiempo que sus sucias caras hacían horribles visajes. Tito, que se había sobresaltado al ver que el alga tomaba vida y corría hacia él, decidió que lo mejor era ignorar a los dos chicos, unos años mayores que él, que le miraban con odio. Pero su actitud, en lugar de disuadirles, enconó el rencor que siente el desheredado ante el desprecio, o la ignorancia, del fuerte.

Sabían, sin embargo, que en aquella ocasión los fuertes eran ellos. Que el forastero de la marinerita azul con cuello galoneado y cara de pan bendito estaba indefenso en el pescante. Siguieron, pues, en sus danzas salvajes, sacándole la lengua, haciendo muecas horribles.

Cuando por fin se decidió a mirarles, sintió una viva repugnancia. Uno de los niños, el menor, arrastraba una pierna paralítica. Una pierna muy flaca, llena de roña, que asomaba bajo el harapo de unos pantalones enormes y sucios. El lisiado tenía la cabeza muy pequeña, picuda, rodalada de pobre, y dos orejas enormes y renegridas. Llevaba un viejo jersey, que también le venía grande, y cuando el esfuerzo se lo permitía se lamía unos mocos verdosos con la punta de la lengua. Tito vio por primera vez el odio en aquellos ojos podridos de tracoma-

Más entristecido que molesto, se preguntó qué tendrían los muchachos contra él. De pronto el mayor de ellos dio un salto fabuloso, un salto de simio, y golpeó con la punta de una caña una rodilla de Tito. Así como el otro era un inválido, éste era recio. Tenía las piernas arqueadas e imitaba a la perfección la forma de andar del chimpancé. Llevaba pantalón largo, que sostenía de la pretina para que no se le cayese, y una blusa llena de desgarrones.

De pronto arrojó la caña contra Tito, que la esquivó con un quiebro. Entonces Carmelo descargó un latigazo sobre el agresor, que empezó a aullar imitando al perro apaleado.

—¿Sabes cómo les llaman por aquí? —dijo sonriendo.

Tito se encogió de hombros.

—El Mico y el Cojo. Son más malos que la sarna, los puñeteros.

Explicó que eran hermanos y que el padre, recientemente amnistiado, había desaparecido de casa.

—Son unos golfos —añadió escupiendo una salivilla verdosa—. Viven de lo que pillan por ahí y duermen en las barcas.

Lo que no pudo decirle Carmelo, porque no había forma humana de saberlo, es que unos años después el Mico y el Cojo serían amigos íntimos de Tito y, en la guerra, una especie de héroes locales.

Al pasar por delante del balneario les ladró un pachón afónico desde el balcón de una casucha de vecindad. Las orejas de Solitaria se pusieron de punta, y Tito aseguró que los caballos se asustan mucho de los perros.

—Me lo ha dicho mi hermano Carlos —afirmó muy serio.

—¿Carlos es el mayor?

—No. La mayor es Marta. Está aquí en la tartana. Con mi madre y Pilar.

Miró a través del cristal de la ventanilla y vio a Pilar, que le sacaba la lengua. El le sonrió.

Coronaban la última cuesta. A medida que avanzaba el carruaje iban apareciendo las copas de los pinos de «El Mirador». Siguió luego el rojizo tejado de la casa y, en seguida, la fachada y el patio aparecieron bañados por el último sol. Una figura de mujer agitaba en el aire algo que a Tito se le figuró una bandera.

—Es Sunta —dijo—. Nos ha visto.

A la derecha se despeñaba en el mar el barranco. Los botes, minimizados por la distancia, parecían juguetes en una balsa gris verdosa. Una barca de pesca enfilaba la bocana, pero Tito no conseguía oír el petardeo del motor. Sabía, sin embargo, que cuando hiciera la maniobra de atraque sus oídos percibirían el apresurado «top-top», porque el recinto cerrado del puerto hacía de caja de resonancia.

Tito trataba de abarcarlo todo con la mirada: los últimos reflejos del sol en el cielo, de un azul teñido de naranja y ocre; su reverberación en la bruñida superficie del mar; el ancho camino rojo que tendía entre el horizonte y el rompiente de las olas; el vuelo bamboleante de las golondrinas a la caza de los mosquitos que crían los nopales; la lluvia de rosas que caía y llenaba el camino, el sudado lomo de Solitaria, las rocas peladas del ribazo, sus propias manos abiertas como si fueran dos interrogantes.

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