14

Con la llegada de los primeros fríos la dudad parecía mucho más vieja. Sus calles estaban tristes. Especialmente durante las primeras horas de la mañana, cuando Marta acompañaba a su hermano a la escuda, exhalaban un denso vaho de humedad. Eran las de aquel barrio calles estrechas, tortuosas, de portales insanos y descuidados balcones en las viejas fachadas llenas de desconchados. Un barrillo viscoso y oscuro tapizaba d arroyo y las irregulares aceras, por las que trotaban viejas frioleras con cara de sueño y obreros con blusa de dril y alpargatas de puntas retorcidas. Plasta d tranvía de la calle Zaragoza se arrastraba como baldado sobre la frialdad acerada de los raíles. Y es que se decía que el Gobierno había ordenado disminuir la tensión eléctrica.

El piso de los Acosta apareció cierta mañana con uniforme de gala: severas alfombras granate en el comedor, en la sala. Pero el pasillo, una larga estera de esparto del color del oro viejo con grecas negras. En la galería, el carbonero había puesto, debajo de la pila, el saco mediado de cisco que le había hecho subir Marta. Se veían también dos braseros. Uno de cobre, más ancho, con tarima circular, y el otro, para la sala, de trípode y tapadera labrada, de los llamados castellanos. Abajo, en el patinillo que hada de corral, el plumaje de las gallinas se había esponjado y la cresta del gallo estaba tiesa y amoratada.

Moradas las pasaba también Juan Acosta en la Facultad. No tanto por el frío almacenado en sus destartaladas aulas como por las dificultades que planteaba la Anatomía uno y los malos tragos que pasaba en la sala de disección. Para que nada le faltara, llevaba varias noches sin pegar ojo pensando en la vecina de enfrente.

La cosa pasó tontamente. Una tarde, subía él precipitadamente la escalera de su casa cuando, de pronto, sintió sobre el suyo el peso de un cuerpo que le arrastró escaleras abajo en su caída. Comprobó que se trataba de la vecina cuando se desembarazó de ella en el rellano. Y fue en aquel preciso instante cuando experimentó por primera vez el auténtico deseo.

En el suelo, rodeado de libros y de apuntes, un poco aturdido por el golpe, Juan era la viva imagen del desconcierto. Sobre todo cuando vio frente a sí los muslos desnudos de Lolita. Finos, torneados, de piel luminosamente blanca.

La ayudó a levantarse. Nervioso, un poco atolondrado, le preguntó si se había lastimado. Lolita no contestó, pero la expresión dolorida de su rostro expresaba lo que no dijo con palabras.

Juan la cogió por la cintura y la ayudó a sentarse en un escalón.

—Diga dónde siente el dolor. Si es necesario llamaré a un médico,

—Es la rodilla.

Intentó mover la pierna izquierda.

—Aquí. En la parte interior. No, no. Detrás.

Desde el sitio que ocupaba él, dos escalones más abajo, veía sus ligas y el arranque de los muslos hasta una zona oscura inquietante.

—No creo que haya fractura —dijo. Y la obligó a flexionar la rodilla, Lolita emitió un pequeño grito de dolor.

—¿Duele mucho?

—Algo.

Tocaba su muslo duro, lo sentía vibrar a través de la media.

—Donde tiene un buen agujero es en la media —bromeó sin mirarla. Ella miró el desgarrón y bajó la falda nerviosamente.

—Mientras sea eso solamente tira que te va. Dicen que el mal se siente cuando se enfría una del golpe.

—¿Podrá levantarse?

Tuvo que apoyarse en el brazo de él para subir los pocos escalones que quedaban. Juan la invitó a entrar en su casa.

—Vivo aquí mismo.

—Y yo en el piso de enfrente.

Le gustaban sus labios húmedos, la mirada de sus ojos claros, un poco misteriosa, sugerente. Decidió tutearla.

—Yo me llamo Juan. ¿Y tú?

—Lolita.

Se sorprendieron con sus risas tontas, sin sentido. Ella dijo:

—Tú no sabías mi nombre.

—No.

—En cambio yo sí sabía el tuyo. Y sé que estudias Medicina. Inclinó la cabeza como avergonzada por la audacia. Luego dijo:

—Bueno, me voy. Y gracias por todo.

Aquello había sido todo. Sin embargo, a pesar de la intrascendencia del incidente, afeo nuevo y extraño turbaba el habitual equilibrio de Juan. Igual que el sol de agosto madura las uvas en quince días, la presencia de Lolita había despertado de golpe el apetito sexual de Juan. No podía decir que la quería. Ni siquiera sabía si era simpática. O tratable. Pero la necesitaba. La necesitaba a ella. Precisamente a ella y no a otra mujer. Soñaba su cuerpo de blancas transparencias. Escuchaba su voz. Experimentaba la urgencia de su posesión, aun sabiendo que aquello no tenía sentido. Una tarde la esperó a la salida de la pasamanería.

Necesito hablar contigo —le dijo sin más preámbulos. Ella se puso como la grana.

—¿Hablar?

—Sí. Y solos.

—¿No estamos solos?

—Quieto decir en un lugar tranquilo.

Echaron a andar en dirección al puente de madera. En silencio los dos. A vueltas cada cual con sus pensamientos.

Juan observaba los finos rizos de Lolita arremolinados en el canalillo de la nuca. Miraba el escorzo de su cara, con los pómulos carnosos y la nariz ligeramente respingona.

De pronto ella se volvió.

—Querías hablar, ¿no?

El le tomó una mano y le quitó el guante de lana.

—No sé lo que me pasa.

Reseguían con sus miradas los rasgos de sus caras. Se acariciaban con ellas.

Él preguntó temblando:

—¿Seguimos hacia él río?

Lolita cruzó la calle en dirección al pretil del puente. Caminaba de prisa, decidida. Juan, por su parte, se reprochaba su forma de proceder con una jovencita decente que si soportaba su atrevimiento, pensó, era por tratarse de un vecino a quien no quería ofender con sus recelos.

La cogió del brazo.

—Si quieres nos volvemos.

—Ahora no.

Seguía ligera. Pasitos breves, rápidos, de nervios. Un leve balanceo al filo de las caderas, ceñidas por el abrigo claro, ahora una pincelada viva sobre el fondo de sombras.

Cuando llegaron al pretil, ella se quedó mirando el reflejo de las luces del puente sobre la superficie inmóvil de las charcas. Tenía las manos en los bolsillos y parecía envarada.

—Ya puedes hablar —dijo secamente.

—No vivo desde aquella tarde, en la escalera. No sé qué diablos me pasa.

Hizo una pausa.

—Tenía que decírtelo. ¿Comprendes? Tú tienes derecho a saberlo.

Ella continuaba inmóvil.

Levantó la vista hada d.

—¿Qué nos pasa, Juan? —le preguntó asombrada.

El tomo la cara de Lolita entre sus manos.

—No lo sé. No sé si esto es amor. Pero me parece que no. No es posible. Yo siempre he oído que para quererse dos personas tienen que tratarse, congeniar. Cosas así.

—¿Entonces?

Se abrazaron sin apenas darse cuenta que lo hacían. Frenéticos. Enloquecidos de alegría, como si acabaran de descubrir d secreto de la vida.

Lolita rompió a florar. Repitió:

—¿Qué nos pasa, Juan?

El la besaba. En la frente, en los labios, en d cuello.

—Sigo sin saberlo, pero es algo muy hermoso.

Pasados los primeros momentos de sorpresa, la hembra ardiente que Lolita llevaba en su interior se reveló incluso a ella misma. Apretaba su cuerpo contra el de Juan, hundía sus dedos en sus cabellos, mordía sus labios sin saber que lo estaba haciendo.

Sintió que algo muy dulce se le derramaba en el vientre y se estremeció sin fuerzas. Agitó la cabeza, intentando liberarse del abrazo. Finalmente exclamó:

—Vámonos. Vámonos en seguida. Por favor.

Salió corriendo hada la zona iluminada de la calle. Juan la siguió en silencio.

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