6
Las fechas solemnes volaron sobre el hogar de los Acosta rozándolo con sus alas jubilosas. Tito, después de visitar el Nacimiento que Antonio León había montado en su casa, se aburría el resto de las tardes en el piso de Zapateros. Un viento helado lamía con sus invisibles lengüetazos todos los rincones de la casa. El viento se arrastraba por la calle, ululaba en los cables eléctricos, se filtraba por las rendijas de las puertas y convertía el huso del canario en una ingrávida pelotita de plumas de oro. El brasero de la sala de estar engordaba sabañones y envaraba la espalda cada día más encorvada de Beatriz. El mismo brasero, en cambio, sensibilizaba con su ardor los gruesos muslos de Marta, que parecían soñar contactos inconfesables.
El tedio de Tito derivaba hacia una tristeza profunda.
—¿Por qué no salimos, mamá?
—Hace demasiado frío.
—Nos ponemos el abrigo.
—Va a llover, Tito. Mamá lo siente en las rodillas.
Miraba los ojos brillantes de Marta, él hoyuelo de su barba.
—Vámonos, Marta —sonsoniqueaba.
—¡Qué más quisiera yo!
Una de aquellas tardes ocultó su murria en el trastero. Se sentía invadido por una congoja dulce, íntima, muy suya. Los mayores le reñían cuando se ponía así. «¿A santo de que esa cara de sayón? Si supieras lo guapo que estás con esos morros, seguro que te echabas a reír en seguida.» Pero él no contestaba. Estaba fuera de sí, al otro lado. Era un ser interino en la vida, de la que no le interesaba nada. Si acaso, sus propias evocaciones, los ensueños que fabulaba su imaginación.
Cuando entró Pilar él estaba sentado sobre una alfombra vieja. Tenía la espalda apoyada en la pared y las piernas estiradas.
—Se está calentito aquí —dijo ella en voz baja—. ¿Te hago un rato de compañía? Sin esperar su contestación, Pilar se sentó a su lado.
—¿Sabes que Carlos es muy malo? —murmuró mirando al techo. Tito se encogió de hombros.
—Y a mí qué.
—Quiere tocarme. Pilar exclamó con aire ausente. —/Me focal
—Te toca la nariz.
—No. Otras cosas. El muy marrano. Espera en el portal a que yo suba la escalera.
Se esconde detrás de la puerta y viene corriendo, el loco. ¡Me da cada susto!
La penumbra del trastero le permitía ver las piernas de Pilar hasta los muslos. Pensó que eren mucho más gruesos de lo que imaginaba.
—A veces me duele el corazón —dijo Pilar. Y tomó la mano de Tito—. Ponía aquí. Verás cómo lo oyes. ¿Está vivo, Tito?
—El qué.
—El corazón, hombre. ¿Tu lo oyes cómo hace?
Estuvieron un rato en silencio, al cabo del cual Pilar preguntó:
—Di la verdad. ¿Te gusta?
Su flequillo cosquilleaba en la mejilla de Tito. Mientras su mano seguía avanzando sobre el seno de Pilar hasta llegar al pezón, la muchacha suspiraba.
—¿Te gusta? Dímelo. Anda, por favor.
Ella había cambiado de postura. Ya no se apoyaba en la pared, sino que se inclinaba sobre él. Preguntó temblando:
—¿Me suelto los botones?
Tardó unos segundos en contestar. Luego dijo como si le diera lo mismo: —Bueno.
Le gustó que la lengua de la muchacha lamiera sus labios.
—Los tienes saladitos.
Tito vio los senos de Pilar, con la oscura aureola y el pezón erecto. De pronto ella se dejó caer de espaldas. Tenía los muslos separados.
—Acércate.
—¿Para qué?
—Te diré una cosa. Ella lo atrajo y murmuro a su oído:
—Eres el primer chico que me toca. ¿Te lo enseño?
Antes de que pudiera contestar, Pilar se había quitado las bragas y enseñaba el vello del pubis.
—Puedes tocar.
Tito avanzó la mano tímidamente. Las puntas de sus dedos rozaban el rizoso vello.
—Así o más fuerte. Como tú quieras.
Pilar gemía de placer con la caricia de la mano de Tito. La apretó con fuerza contra su sexo y dejó escapar un quejido.
—Ponte encima de mí.
Obedeció. Y fue en el preciso instante en que los labios de Pilar se apretaban con fuerza sobre los suyos cuando sintió por vez primera el fuerte tirón en la entrepierna.
Tito confesó al oído de Pilar.
—Me gusta.
—¿De verdad?
—Sí.
—Qué contenta estoy.
Ella besó los ojos de Tito, su chatilla nariz, los labios. Parecía que iba a ahogarse, tan fuerte resollaba, cuando se lo quitó de encima de un empujón. Luego se quedó muy quieta, con los ojos cerrados.
Tito acarició su mejilla.
—¿Qué te pasa?
Pilar no contestó.