LA VIDA EMPIEZA A CAMINAR
1
Compactos goterones estallaban sobre los adoquines del muelle sembrándolos de estrellas de largos brazos. Don Poncio Echevarrieta, el armador, levantó la cabeza hacia la oscura nube que pasaba sobre el puerto.
—Malas intenciones trae —dijo sujetándose el sombrero—. Quizá tengamos chubasco.
Don Poncio, menudo y regordete, corrió hacia el portón del tinglado de levante. Junto a unas balas enormes perfectamente apiladas vio a la familia Acosta. Charlaban entre sí y reían con Emerenciano Adell.
—Ya pueden salir —les dijo agitando una mano pequeña y carnosa—. Ahí al socaire de esas cajas estarán bien. Mientras no llueva, claro.
En aquellos momentos el Amanda dejaba atrás la bocana. Avanzaba en el rizado oleaje con solemnidad, agigantándose a medida que se acercaba. Desplazaba un agua verdosa en la que flotaban toda clase de inmundicias revueltas entre lamparones de petróleo tornasolado. Momentos antes, su sirena había pedido práctico. Ahora, ya en la dársena, se oía desde tierra el repique alegre de una campana. El Amanda presentó popa y empezó a girar lentamente sobre ella en una hábil maniobra, como si un cíclope invisible lo empujara desde atrás. Finalmente toda la estructura se fue arrimando al muelle.
Lo que los Acosta tenían ante sus ojos no era la lucubración de siempre, el barco de papá. Era un coloso auténtico de hierro y acero, con la obra muerta pintada de negro y el puente y la toldilla de un blanco inmaculado, alegre.
Tito apretó la enguantada mano de su madre.
—¿Qué quieres?
—¿Por qué no vemos a papá?
Beatriz sonrió.
—Porque ahora está muy ocupado. Más tarde, cuando el barco esté paradito, y amarrado, lo verás. Ten paciencia.
Los imbornales vomitaban un agua negruzca que saltaba en arco o se escurría rizosa sobre la plancha veteada de verdín. Carlos, que observó la suciedad del vertido, escupió aprensivo. Lo hizo a contraviento, y el salivazo le dio en los ojos.
Marta dijo riendo:
—¡Por puerco!
Carlos la pellizcó en un muslo.
Emerenciano Adell comentaba con Juan la gran responsabilidad que adquiría el capitán de un barco.
—Es extraordinario —decía entornando sus ojos de miope—. Sencillamente esto es una ciudad que alguien pone en manos de un señor para que le traslade de un sitio a otro tal y como se la dieron. Sin estropearla. Yo, la verdad, no me hubiera atrevido nunca. Demasiada responsabilidad. Plantarle cara al mar y, además, tener que responder de las vidas de estos hombres. Sin contar el capitalazo que vale este trasto.
El levante silbaba en los cables de los palos, pintados de un ocre intenso tirando a rojo hasta el inicio del mástil del gallardete, que era blanco.
—Por otra parte —continuó Emerenciano—, el marino tiene que sufrir. Es un padre de familia y sabe que tiene que llevar su casa como Dios manda. Tiene que saber de qué pie cojean sus hijos y en qué momento necesita uno de ellos de su ayuda.
Juan sintió en sus ojos el peso de la mirada de Emerenciano. Sospechó que aludía a sus relaciones con Lolita. Enrojeció.
Bajo la popa las hélices producían un espumoso remolino blanco. Una enorme grúa rotaba sobre sí misma alargando el colosal brazo de hierro por encima de la cubierta del Amanda. Chubasqueros relucientes se movían al otro lado del tinglado. Eran los hombres de la colla, que esperaban órdenes. Sin dejar de sujetarse el sombrero, don Poncio Echevarrieta aullaba a un marinero que había a popa. El marinero llevaba un deformado gorro rojo de lana y trataba de oír lo que el armador le decía.
Beatriz volvió la cabeza hada Emerenciano. Dijo:
—Con lo bruto que es, y hay que ver el dinero que gana.
Añadió Impaciente:
—Supongo que mi marido no se habrá quedado en Marsella, con los franchute«. —Eso sí que no se lo perdonaría yo. ¡Con el tiempecito que tenemos! Reían la ocurrencia de Emerenciano, cuando se oyó la exclamación de Carlos.
—¡Ahí está!
—¿Dónde? —pregustó Marta saltando de alegría.
—En el puente. Ya nos ha visto. Nos está saludando.
Así era, en efecto. Alejandro Acosta agitaba los brazos. Una de sus manos, la derecha, sujetaba la gorra azul.