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Lloviznaba cuando cruzó la calle de un par de zancadas. Materialmente pegado a la pared, Juan miró en derredor. No vio a nadie en la oscuridad ni oyó otra cosa que el blando cellisqueo de la lluvia. Se escurrió como una sombra hacia la finca donde vivía el matrimonio León.
En la acera pisó un cuerpo blando, un cuerpo vivo. La rata chilló y Juan dio un salto. Se encontró en mitad del arroyo. Menudas gotas de aguanieve parecían incrustarse en su frente como si fueran finos dardos. El chillido de la rata debió de alertar a alguien escondido, porque Juan vio salir una sombra de debajo de un portal. Echó a correr hacia la esquina. Un desconocido le cortó el paso cuando ya estaba a punto de entrar en la finca de los León. Juan esquivó su embestida en un ágil quiebro, pero no pudo evitar que el otro le agarrara del cuello de la gabardina. Temiendo perder el equilibrio, le golpeo con le codo la cara. Su agresor retrocedió. Le oyó gritar: «¡Cochino fascista!» Juan se mesa en el portal y subió los escalones de dos en dos.
Los León estaban en la mesa cuando entró.
—Pero ¿qué te pasa? —preguntó Soledad.
Juan los tranquilizó. Luego explicó lo sucedido.
—Ahora quisiera telefonear al doctor Barca. Vendrá en su auto a recoger al hijo.
Así lo hizo, procurando no alarmar demasiado al padre de Sancho. Poco después bajaba la escalera acompañado de Antonio León, que empuñaba una pistola.
—Yo la tengo por cuestiones de trabajo —dijo—. El Banco. Ya sabes. Pero no sé cómo se usa. De todas formas, si siguen ahí, puede servirnos de algo.
La calle estaba desierta cuando salieron del portal. Pese a ello, avanzaron con precaución. Antonio León abría la marcha con la pistola en la mano derecha. Seguía lloviznando. Cerca de casa de Juan se oyó una voz en la oscuridad: «Otro enemigo del pueblo desenmascarado. Cuando llegue el momento vendremos a sacarte de tu madriguera.»
Antonio León hizo acopio de aire y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡Vete a la mierda, pedazo de animal!