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Ahora estaba allí. Muy cerca. A unos pasos de él, apoyaba un pie con precaución en la zancadera del estribo de un calesín pintado de negro acharolado, menos los radios y el borde externo de las ballestas, que lo estaban de un rojo vivo.
Alejandro se apresuró a darle la mano. Le sorprendió la decisión alegre que cubrió en su mirada.
—He venido como estaba por casa —dijo ella apretando sus dedos. Y añadió dirigiéndose al cochero—. Volveré paseando, Juan. Gracias.
Cuando echaron a andar, ella le cogió del brazo. En seguida se paró y descansó la frente sobre su pecho.
—Estás aquí —dijo—. Estás aquí y todavía no me lo creo.
Le miró sonriente.
—Dime que esta vez no sueño. Pellízcame.
Alejandro sintió la tentación de besarla, pero se limitó a acariciar su cabeza. Mientras, las yemas de sus dedos jugueteaban con los diablillos de la nuca de ella.
—Has venido con un criado —dijo él.
Ella se encogió de hombros.
—Me da lo mismo. Que se entere hasta el sol del día. Además, lo sabe toda Sevilla.
Rió un poco nerviosa.
—Pero no me importa. Llegará un día en que dos personas que se quieran no tendrán que ocultar sus sentimientos a los demás como si fueran un pecado. Yo le digo a mi virgencita Macarena que se haga cargo. Y vaya si lo comprende. ¿Qué me importa la gente?
Caminaron unos pasos.
—Yo hasta ahora no comprendía del todo la nada —comentó ella—. ¡Nadal ¿Qué será eso, Dios mío? El vacío del vacío. Algo más horrible que el mismo infierno. Pero ahora ya sé lo que es. Y no me importa el abismo que abre delante de mis pies.
Él la miró interrogante.
—Sí, hijo. Verás lo que pienso. Tú y yo lo somos todo. Y al otro lado de nosotros, detrás, delante, rodeándonos por todas partes, está la nada. ¿Qué puede importarme a mí que mi familia y mis amigos me den la espalda? No existen, Alejandro. No hay nadie. Es la nada lo que me rodea cuando no estoy contigo. ¿Iba a preocuparme por lo que pueda pensar un criado? ¡Ni lo sueñes, niño!
Mientras se dirigían a los jardines del Alcázar, Eugenia le puso al corriente de sus planes. Si no le parecía mal, buscaría un hotelito para el mes de agosto cerca del pueblo de Alejandro. Deseaba que le indicara el lugar más cómodo y discreto.
—Tienes los hijos mayores —añadió—, y no quisiera que formaran un mal concepto de su padre.
Alejandro caminaba como un autómata. Tenía la frente sudada bajo la badana del sombrero y la brisa que había entrado enfriaba su sudor sobre la piel lo mismo que escarchaba en su pensamiento las palabras que traía preparadas para ella.
—Hablaremos más adelante de eso —cortó con cierta brusquedad—. Ahora quiero saber cómo te encuentras. Qué haces.
—Estoy bien —repuso ella—. En cuanto a lo de hacer, hago lo único que me está permitido. Pienso en ti. A toda hora. En todo momento. Y si crees que soy exagerada peor para ti. Descreído.
Renunció a decirle que las amistades de siempre no la visitaban y que su familia la había puesto en el disparadero de abandonar aquellas relaciones con un hombre casado o prescindir de ella.
Alejandro sonrió.
—Creo en ti —murmuró emocionado—. Lo sabes. Pero hay otras cosas, Eugenia. Es algo que me consta que tampoco ignoras. Pero ya hablaremos más adelante.
La miró.
—¿Sabes que te encuentro más bonita? Juvenil.
Ella llevaba un alegre vestido de percal claro estampado de florecillas de colores. Era ceñido, lo cual contribuía a resaltar la curva de la cadera y los senos, a pesar de las grandes solapas del cuello.
—Pero si es una bata de estar por casa —repuso—. Te he dicho que me ha faltado el tiempo para venir en seguida que me has llamado. Ni siquiera medias llevo. ¡Como ahora va cada cual como le da la gana!
Alejandro creyó comprender que lo que sucedía en realidad era que el carácter aniñado de Eugenia se había contagiado del ambiente. La República había advenido con la alegría que caracteriza a lo que por naturaleza es joven. Su proclamación en todo el país había sido una fiesta. Algo así como una verbena regocijada, exultante. En pocos días cambiaron los modos y las modas. Lejana la figura simbólica del clasismo más excluyente, el monarca, desterrada la familia real, relegada la nobleza a la sombra medrosa de sus palacios y desmanteladas las fuerzas políticas de la monarquía, la gente se sintió más hermanada. Más comunicativa y cordial. Fue como si hubiera descubierto de repente que las palabras libertad y fraternidad no eran únicamente palabras, sino jubilosas realidades. Bienes naturales, como podían serlo el aire o la luz del sol, que nacían con la criatura humana igual que con ella nace la esperanza de un mundo más justo. El optimismo que este descubrimiento había provocado en el inconsciente colectivo se reflejaba en la expresión de las caras, trascendía hasta la conversación familiar, en el lugar de trabajo. Saltaba a la calle, donde todo el mundo parecía conocerse y simpatizar en virtud de una comunicación espontánea entre los ciudadanos, todos los cuales parecían estar de acuerdo en la urgente necesidad de abandonar las viejas fórmulas de etiqueta, ese rito social absurdo sin otra finalidad que distanciar a las personas, y de sustituirlas por otras nuevas, populares, hechas de naturalidad y llaneza.
Al doblar una esquina vieron que la gente empezaba a amontonarse en las aceras. Se habían encendido las primeras luces y flotaba en el ambiente un aire de fiesta. Un joven agitanado de pelo untuoso y grandes patillas lanudas pregonaba curruscantes tejeringos que ofrecía en una cesta tapada con un lienzo blanquísimo. Detrás de él, una niña de corta edad ofrecía el botijo a los viandantes por la voluntad.
Eugenia pidió unas monedas a Alejandro y compró unos churros, que se dispuso a comer alegremente. A lo lejos se oían trompetas y redoble de tambores.
Alejandro quiso saber de qué se trataba.
—Es la tropa —contestó Eugenia. Y sus ojos brillaron con entusiasmo casi infantil—. Desde que Sanjurjo hizo fracasar la sublevación de los aviadores en Tablada no paran de desfilar.
A medida que se acercaban los soldados la gente se enardecía. A los primeros aplausos, más tímidos, siguió una salva cerrada, unánime. Alguien gritó un viva la República que fue coreado por la multitud. Tras el vistoso escuadrón de Caballería desfiló una compañía de fusileros. De vez en cuando saltaba al arroyo una jovencita y entregaba a un soldado un ramo de flores o la cinta que llevaba al pelo. Los vítores y los aplausos continuaron hasta que desfiló el último hombre. Finalmente la gente se dispersó.
Eugenia se colgó del brazo de Alejandro y le preguntó qué opinión le merecía la República.
—Si te parece —propuso él—, vamos a sentarnos. Charlaremos. De la República y de lo que tú quieras. Además, tomas algo que te baje los tejeringos.
Se sentaron en la terraza de una heladería, no lejos de la catedral.