8
En seguida que don Vicente Esteve puso los pies en la alfombrilla de su dormitorio tomó la decisión. Cerraría el establecimiento de la Plaza de la Virgen y volvería a ocupar la casa de Estivella.
Aquella noche había tenido un sueño revelador. Un gigante con blusa de dril fe perseguía blandiendo un cuchillo. El gigante, según pudo comprobar don Vicente, cojeaba igual que el hijo del sacristán.
Puso, pues, la mano sobre el hombro de su mujer, que dormía a su lado, y murmuró:
—María José, levántate y haz las maletas. Nos marchamos al pueblo.
María José asomó la nariz por encima del embozo. En seguida levantó la cabeza. Tenía los ojos hinchados y la redecilla enrollada sobre una oreja.
—¿Al pueblo? —preguntó con voz de sueño.
—Sí. Nos quedaremos allí.
Don Vicente Esteve insalivó profusamente. Luego dijo chupando las palabras como tenía por costumbre:
—Esto se está poniendo muy mal. Aquí, qué quieres que te diga, aquí en la capital me siento perdido. En el pueblo tenemos algo de familia. Amigos. Volveremos a abrir la paquetería que teníamos abajo, en casa. Y a vivir.
Ella se había incorporado y observaba los redondos ojos del marido. No podía dar crédito a lo que acababa de oír.
—El Corazón de Jesús te ha inspirado —murmuró—. Yo también lo había pensado, pero como te veía tan ilusionado con la pasamanería no me atrevía a decírtelo.
A la hora de comer comunicaron a Lolita su decisión.
—Nos volveremos al pueblo —le dijo María José sonriendo—. Pero tú seguirás con nosotros. Como si fueras nuestra hija. Más tarde, cuando pase este barullo, volveremos.
Su marido dijo que, para abrir la pasamanería, siempre estaban a tiempo. Luego remetió una punta de la servilleta entre el cuello y la camisa, cruzó las manos sobre el plato y bendijo la mesa. Babeaba más que de costumbre. Lolita, por su parte, se abstuvo de hacer comentarios. Se había quedado inmóvil, con la espalda recta y los ojos fijos en el cubierto que tenía delante. Sólo cuando su tía empezó a servir se atrevió a preguntar cuándo sería la marcha.
—Tu tío quería que nos fuéramos hoy mismo. Esta tarde. Pero a mí me parece demasiado precipitado. Tenemos muchas cosas que hacer. Por lo menos, dejar la casa arreglada. No creo que vaya de un par de días. Tres a lo sumo.
—Tú ten tus cosas preparadas —recomendó don Vicente—. Estos diablos podrían presentarse incluso aquí. Son el anuncio del Anticristo.
En seguida que se levantaron de la mesa, Lolita empezó a hacer sus maletas. Se movía por el dormitorio despacio, vaciando los cajones de una cómoda que había adosada a la pared, al pie de la cama. A veces se quedaba mirando al vacío, sin acertar a ver la prenda que estaba buscando y que tenía en la mano. Luego, cuando volvía a la realidad, seguía ordenando sus cosas en las maletas con movimientos mecánicos.
En el ir y venir, cazó su imagen reflejada en el espejo que había colgado en la pared, sobre la cómoda. Su rostro era inexpresivo y estaba muy pálido. Lolita se quitó el jersey gris que llevaba sobre el vestido color canela. El vestido tenía grandes botones blancos de pasta, que fue desabrochando lentamente. Bajó luego los tirantes de la combinación y se quitó el sostén. Sus senos flotaron un instante en la luna del espejo. Ella los observó. Eran menudos, firmes, ligeramente levantados, y tenían la piel muy blanca. Como de seda. Al mirar sus pezones recordó las palabras de Juan: «Parecen dos guindas a medio madurar sobre un montoncito de nieve.»
Lolita se estrujó los senos. Tenía los labios entreabiertos y le temblaban las aletas de la nariz.