18

El fotógrafo hizo sentar a Beatriz en un incómodo sofá cubista de finos brazos pintados de blanco. Colocó luego a Tito junto a su madre, con el cuerpo reclinado sobre el de ella. Detrás del sofá, alineó a los mayores. Marta en el centro y Carlos y Juan a derecha e izquierda respectivamente. El fotógrafo retrocedió unos pasos, ladeó la cabeza e hizo un par de encuadres con el pulgar y el índice de la mano derecha. «Haremos un ligero cambio», dijo muy serio. Siguiendo sus instrucciones, Juan pasó al centro, Marta a la izquierda y el más bajo de los tres, Carlos, al otro extremo. Rogó luego a Beatriz muy educadamente que rodeara los hombros de Tito con su brazo. «Naturalidad, señora, como si estuviera en su casa», dijo sonriendo. Los demás tenían que relajarse. «La señorita que ladee la cabeza. Así. ¿Ve?» Marta tenía ganas de reír y Carlos empezaba a impacientarse. «El más alto, erguido. La espalda, recta.» Miró a Carlos. «El más bajo que se vuelva un poco hacia mí. Exacto.» El fotógrafo ocupó su puesto detrás de la máquina y pidió que miraran todos al objetivo. «Usted, señora, sonría.» Luego encendió dos focos deslumbrantes y rogó que evitaran el parpadeo. «Será un momento. ¡Ya está!»

El fotógrafo era flaco y menudo y llevaba puesto un guardapolvo blanco que le llegaba hasta los pies.

Marta avanzó hacia él y preguntó qué ocurriría si la foto no les gustaba.

—No lo creo, señorita. Será un grupo magnífico, porque todos ustedes son muy fotogénicos. Además, y permítame la inmodestia, porque un servidor es fotógrafo de la Real Casa.

Manipuló ágilmente en la máquina de trípode y dijo:

—De todas formas, si algo no saliera a nuestro gusto la repetiríamos.

Marta le preguntó riendo qué ocurriría si ganaran las elecciones los republicanos.

—¿Le mantendría en el cargo el Presidente de la República?

—Veo difícil el triunfo de los republicanos, señorita. Más aún que salga mal la fotografía que acabo de hacerles. Téngalo por seguro.

Cuando Beatriz abonó el importe recogió el resguardo de manos de una empleada En el ángulo superior derecho decía: «Julio Derrey. Fotógrafo de la Real Casa.» Centrado sobre la parte superior del nombre estaba el escudo de armas de Alfonso XIII.

—Pues es verdad —murmuró—. Este hombre es el fotógrafo del Rey.

Juan se encogió de hombros.

Carlos, que había oído el comentario de la madre, exclamó desdeñoso:

—Poco le queda.

Cuando salieron a la calle atardecía. Las aceras estaban llenas de gente que corría dando vivas a la República. Pero Juan no vio en el balcón del Ayuntamiento la enseña tricolor.

Beatriz preguntó al hijo mayor:

—¿Qué sucede?

—Pues ya lo ves. Por lo visto han ganado las elecciones los republicanos.

—¡Eso no es posible, hombre!

—Bueno.

La mayoría de los establecimientos estaban cerrados. Colgando de muchos cierres metálicos, o bien extendidas en los escaparates, se veían banderas republicanas de todos tamaños y hechuras. Otras ondeaban en los balcones o flotaban en improvisadas astas en farolas y al extremo de los postes.

Frente a Correos, cubriendo la entrada, había medio centenar de guardias civiles y al otro lado de la Plaza, en la acera del edificio del Ayuntamiento, montaba la guardia un reten de Asalto a caballo. Un nutrido grupo de obreros y de estudiantes gritaban en el centro de la plaza.

«¡No se ha marchao,

lo hemos echao!»

Los grupos aumentaban a medida que cerraba la tarde. Beatriz iba del brazo de Juan, un poco asustada entre el gentío. De vez en cuando volvía la cabeza hacia los demás para no perderlos de vista. Marta daba vivas a la República. Lo mismo que Carlos, que saltaba de alegría.

Al final de la calle de San Vicente se vieron obligados a dar un rodeo para evitar a los manifestantes que avanzaban en tromba hacia ellos. En una esquina, dos mujeres gordas y mal vestidas zapateaban sobre una fotografía del Rey. El vidrio del marco se astillaba en fragmentos largos, cuyo crujido despertó dentera en Carlos. Como sentía los dientes largos, escupió sobre la foto del monarca. Entonces una de las mujeres gordas le dio una barra de chocolate. «¡Te la has ganao por patriota.'», dijo la mujer. Tito iba a remolque de Juan y de la madre, de cuya mano se había cogido con fuerza. De vez en cuando oía su advertencia: «¡No te sueltes.'» Y seguía, tropezando con piernas, con rodillas, con traseros. Les envolvía un clamor de voces discordantes. De gritos, risas, aplausos y alaridos.

En «El Siglo» encontraron reunidos a los de la peña. Se hallaban sentados en el sitio de costumbre y guardaban algunas sillas. Isabel, la prima de Beatriz, se levantó al verlos entrar. Traían las ropas en desorden. Jadeaban.

Isabel dijo:

—¿A quién se le ocurre salir a la calle en estos momentos? Os hubieran podido destrozar esos bárbaros.

Beatriz llevaba el pánico improntado en la mirada.

—Pues, mira, yo vengo asustada. ¡Hay que ver la gente que hay! Lo que ocurre es que hemos hecho unas fotografías en casa de Julio Derrey. Y ya ves. Al salir nos hemos encontrado con todo esto. ¿Quién iba a figurárselo?

Emerenciano le ofreció una silla. Comentó riendo:

—Seguro que es la última fotografía monárquica que se ha hecho en Valencia. Tienes un documento histórico!

Carlos pidió permiso para salir a la puerta del Café.

—¡Pero a la puerta! —dijo su madre subrayando la orden con una enérgica mirada.

En la calle de la Paz atronaban los vivas a la República y los mueras al Rey, a Romanones y a Aznar. El torrente humano se desplazaba en todas direcciones. Subía, bajaba, se arremolinaba en torno a cualquier improvisado orador sostenido por varios espontáneos o montado a horcajadas sobre la espalda del más fuerte. Los de la peña tenían las caras pegadas al cristal. El entusiasmo era contagioso. Doña Concha no comprendía del todo lo que estaba sucediendo.

Confesó a Beatriz:

—No sé de dónde salen tantos republicanos. ¡Es algo que no comprendo! ¿Y usted?

—La gente es así.

Isabel afeó la falta de entusiasmo de su prima.

—¡Anímate, mujer! No estés así. Tan parada.

Beatriz se encogió de hombros.

—Una República, no sé. Ya veremos en qué queda esto.

—¿Qué más nos da a nosotros una República que una Monarquía? La gente está contenta. ¿No lo ves? Pues, adelante. Además, la República va a favorecer a tus hijos más que lo habría hecho la Monarquía. Aunque te cueste creerlo.

Los amplios ventanales de «El Siglo» estaban abarrotados. Tanto los que daban a la calle de la Paz como los de la Plaza de la Reina. En un extremo del mostrador, el dueño del establecimiento había pegado el oído a un aparato de radio enorme. Era un cincuentón de rostro congestionado y ojos saltones, de alcohólico, y mascaba nervioso la punta de un apestoso caliqueño. De pronto se volvió hacia sus clientes, pidió silencio e informó que los miembros del Gobierno Provisional de la República entraban en aquellos momentos en el Ministerio de la Gobernación.

Emerenciano aplaudió con sus grandes manazas, y sus aplausos resonaron como el entrechocar de dos ladrillos huecos. En aquel momento de emoción tuvo un pensamiento para don Vicente Blasco Ibáñez, a quien solía acompañar en sus giras por los pueblos de los alrededores de la ciudad. Se limpió una lágrima añorante y en seguida empezó a repartir carteras ministeriales como Guillermo el Conquistador.

—Seguro que Azaña se reserva el Ministerio de la Guerra —dijo—. Es un experto en estas cuestiones. Sabrá frenar a los sables impulsivos.

—Si es que todavía quedan —rió Guillermo.

—Los que van a salir ganando son los socialistas —terció Isabel—. Si no, al tiempo. Ese Largo Caballero es muy largo.

Rió el propio juego de palabras.

—Y Prieto muy gordo —subrayó Emerenciano.

Beatriz preguntó por el Rey.

—¿Sigue en España?

- Cametes ha escapado. A saber por dónde andará a estas horas —contestó Emerenciano.

—A ése que le echen un galgo —añadió Isabel—. ¡Lo que se habrá llevado en el talego!

Beatriz preguntó a su hija por Juan. Se sentía aturdida.

—Se ha ido, mamá. Ha dicho adiós a todos. Incluso a ti.

—Pues no me he dado cuenta, chica.

Miró alrededor.

—¿Por qué no echas un vistazo a tus hermanos? —dijo a Marta.

—¡Déjalos, ché!

Emerenciano se acercó al dueño del Café.

—¿Hay novedades?

—Maura se ha dirigido al país. Pide orden. Y hay noticias de los exiliados políticos. Ramón Franco y los demás, que estaban en París, viajan hacia España.

—¿Vienen en avión?

—En tren.

Emerenciano frunció el ceño. Murmuró:

—¿Qué se dice del Rey?

—Nada. Parece ser que ya ha llegado a Cartagena. Allí embarcará O habrá embarcado. Va solo. La familia real se habrá escondido en Madrid. O quizá se haya ido por otro conducto. También han dicho que Maciá ha proclamado en Barcelona la República Catalana.

Emerenciano dio una patada en el suelo.

—¡Ya empiezan los catalanes! Verá usted la guerra que dan. Ya lo verá, hombre.

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