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Fernandito dijo:

—Yo creo que se deberían tomar medidas muy severas con los militares que han intentado esa locura. Si el Gobierno no lo hace así, repetirán la intentona. Recordad lo de Sanjurjo, aquello del diez de agosto del treinta y dos. Si el Gobierno de la República se lo hubiera cargado, no habría pasado lo que pasó en el treinta y seis. Este asunto, del que no se ha informado prácticamente nada a la opinión pública, debería ser llevado al Parlamento. Los ingleses lo hacen así. Y los alemanes. Y los italianos. Todos los regímenes demócratas. ¿Por qué hemos de seguir aquí con los mismos tapujos del franquismo? Si esos señores, me refiero a Suárez y a Gutiérrez Mellado, no informan a los parlamentarios de lo que ha pasado en Madrid y, según lo que se acuerde en el Parlamento, no obran en consecuencia, y con dureza, el día menos pensado resucita Franco. Y a propósito de Franco. Se dice que los ultras preparan un verdadero festival para mañana. En Madrid, claro. Quizá sea el veinte de noviembre histórico. Yo creo...

Forcadell le interrumpió.

—¿Sabéis qué os digo? Que el marisco del cóctel es congelado.

—Pero, qué basto eres, hijo —repuso Fernandito—. Estamos hablando de cosas importantes, en las que quizá se juega el destino del país, y tú vas y nos sales con que el marisco es congelado. ¿Qué más da congelado que no? Todo lo que comemos contribuye a matarnos. Loado sea, pues.

Eulalia miraba con disimulo a Alejandro. Desde que había descubierto a su hija Beatriz, sin su marido, se había encerrado en un mutismo extraño. La peruana Gracia del Santísimo se lo hizo saber.

—Usted no dice nada, señor. Ahí, tan calladito. Tan reconcentrado. ¿Es posible que esté gestando una novela? A propósito, ¿existe la inspiración? Y si, de verdad, existe, ¿qué es?

—Alejandro no cree en eso —intervino Eulalia—. Escribir, según él, es un trabajo como otro cualquiera. Claro que hay que tener cierta preparación. Una buena dosis de vocación...

—Y de paciencia —añadió Alejandro.

—...y trabajar de firme. Lo demás no importa. Es secundario.

Forcadell había empezado a timarse con la yugoslava, que engullía en silencio. Fernandito Pons le propuso un cambio.

—Tú me pasas el carnavalito y yo te cedo mi guerrillera. ¿Hace?

—A la de tres.

—Pero qué bestias sois los hombres —terció Eulalia—. Presumís de civilizados y habláis de las mujeres como si fueran cabras.

Forcadell dijo:

—Algunas son casadas con cabrones. ¿No se llaman cabras esos dulces rumiantes?

Comprendió que había metido la pata y cambió de tema.

—¿Sabéis que mi radar ha descubierto que aquí, en el «Ritz», piensan en la reapertura de la famosa parrilla?

Eulalia bebió un sorbo de «Diamante», parpadeó y exclamó dejando la copa:

—¿Qué me dices? Lo que me gustaría a mí. Sería como volver a los viejos tiempos. ¡Lo que soñé yo en la parrilla! Con Bernard Hilda, Bonet de San Pedro y aquello que cantaba. ¿Cómo era? «Paisajes lindos, tiene Mallorca...»

—Y esa cursilada de «Carita de ángel» —cortó Fernandito.

Eulalia volvió a coger la copa. Con frecuencia, muchos años antes, solía cenar en la parrilla. La acompañaba su padre y un matrimonio acomodado de Vendrell, el señor Jordi y Auroreta, que se había instalado en Barcelona, porque la fábrica de gaseosas iba a más. Se decía que el señor Jordi había dado una participación muy sustanciosa a cierto político de Madrid muy metido en El Pardo. A cambio, éste le gestionaba los cupos de azúcar, que el señor Jordi vendía por camiones en el mercado negro. Como el dinero nunca está de más, el señor Jordi le había concedido al padre de Eulalia la exclusiva de «Espumosos Torné» para toda la región catalana. Sencillo, porque su padre había tomado dos empleados, un contable, catedrático de la Escuela de Comercio al que habían cesado por rojo, y un seminarista rebotado. Entre los dos le hacían todo el trabajo. En cierta ocasión, el señor Jordi, que había un fortunón, propuso así, medio en broma: «¿Por qué no casamos a mi hijo 11 con Eulalia? Hacen buena pareja. Y es mi único hijo, el hereu.» Lo que pasó era algo que todavía no comprendía Eulalia.

—Te has quedado muy sería, Lali —dijo Forcadell—. Si he dicho algo que pudiera molestarte, te pido mil perdones.

Nada de eso, chato. Es que estaba pensando.

—Sano ejercicio —terció Fernandito, que había retirado su ración de ánec amb pera, porque estaba demasiado dulce para su gusto—. Eso de pensar es algo en lo que no todos piensan.

Forcadell explicaba a su Gracia del Santísimo la diferencia entre ruptura y reforma.

—Aquí hemos iniciado una reforma de las leyes autoritarias, lo cual no deja de ser una barbaridad. Una mentira, además, porque eso no se ha conseguido en ningún país. Lo que en realidad se ha hecho aquí es una ruptura de tapadillo. Y la han hecho las derechas, en lugar de haberla hecho abiertamente las izquierdas. En cualquier país que no fuera España, los franquistas de segunda fila, que ahora son el Gobierno, hubieran sido acusados de colaboracionismo, juzgados y castigados. Se hubiera exigido revisiones de fortuna. Pues aquí no. Son los amos. Y como tienen mayoría en el Parlamento, resulta que han parido una Constitución franquista. O, al menos, de derechas.

Se volvió hacia Alejandro.

—¿Tú que opinas?

—Aquí se ha formado el Tribunal de los crímenes del fascismo. Sé que funciona ya y que piensan reunirse próximamente en Madrid. En un hotel. Parece ser que están decididos a formular las primeras denuncias en serio. No creo que saquen nada en limpio.

Alejandro intervenía en la conversación, pero el interés de sus pensamientos se centraba en otras cuestiones. «Las familias se vienen abajo —pensaba—. Todo lo que se ha construido con tanto trabajo, todo lo que se ha venido organizando en el orden humano y de las costumbres, se derrumba. Es posible que sea la primera manifestación de la crisis de una sociedad viciada, llamada a desaparecer. No lo sé. Me falta perspectiva. Lo cierto es que, en este orden, todo se ha hecho trizas.

»La conmoción nos alcanza a todos. Como siempre, hay víctimas y verdugos. Lo que sucede en este caso es que las víctimas, que son los hijos, se convierten en verdugos de los victimarios, que son los padres. De esa forma el círculo se cierra, estrangula al hogar, lo destruye.»

Eulalia, que no quería pensar en los violines mágicos de Hilda y en los aperitivos de «El Cortijo» y «La Rosaleda», miró a Alejandro. Le pareció distante, muy alejado de allí, y reclamó su atención golpeando el canto del plato con el tenedor.

—¿Qué tal se está ahí arriba? —le preguntó fingiendo una jovialidad que en el fondo era tristeza.

«La simulación acabará con nosotros. Antes, hasta hace unos meses, Lali y yo éramos inocentes. Ahora nos ensucian los salivazos que nos tiran los hijos. Las víctimas han crecido. Se han hecho fuertes. Sólo tienen que esperar.»

—Hace un frío que congela el alma.

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