7
Había luna Sena. Noche tibia. Tranquila. Casi primaveral.
Mientras bajaba por el enlosado andador, entre un mar de césped iluminado por luces indirectas, Eulalia observaba la finca. Estaba rodeada de altos pinos, que se amontonaban al fondo, donde empezaban los escalones tallados en la roca por los que se bajaba a la playa. Una gran explanada con piscina se abría delante de la casa. De los pisos, con amplios porches en arco de medio punto y grandes cristaleras orientadas al mar.
—Es delicioso esto —dijo a Manolo Pomés, que replicó vivamente:
—Deliciosa eres tú. Bécquer.
Eulalia se había puesto el tobillero azul azafata que descubría sus brazos y la espalda, ligeramente amarronada, ahora cubierta con la estola de visón. Llevaba la melena suelta, una llamarada, y en sus ojos se habían encendido las ilusionadas lucecitas que habían de convertirla por unas horas en la niña que se replegaba en su interior cada vez que se quedaba sola. Pomés, chaparro y barrigón dentro del esmoquin, parecía a su lado un gracioso pingüino amaestrado.
Atareados camareros de chaquetilla blanca atendían el buffet frío que se veía a la derecha de la casa, bajo un espectacular toldo granate sostenido por barras doradas clavadas en el suelo. Otros se movían diligentes, con las bandejas en la mano, entre elegantes trajes de noche mezclados con blue jeans y alguna que otra blusa deformada, bajo las que vibraban incitantes pechos de jovencitas progres jet society.
Se abrieron paso por entre los invitados hacia el interior de la casa, donde el anfitrión, un anciano de pelo blanquísimo y cara bronceada, recibía a los rezagados.
—¿Quién es ese tecnicolor? —preguntó Eulalia en voz baja. Pomés se encogió de hombros.
—La verdad es que no lo sé. He oído que el dueño de la productora. Hizo un amplio gesto con las manos.
—Y de esta choza, claro.
El enorme salón estaba lleno de gente. Entre las numerosas caras desconocidas resaltaba de vez en cuando la de un famoso, actores o actrices fotografiados innumerables veces por los reporteros fotográficos para las revistas del corazón. Eulalia comentó lo viejo que estaba Alfredo Mayo, que charlaba animadamente con Paco Rabal y un par de jovencitas con pinta de starlettes.
Alguien palmeó la espalda de Pomés, que volvió la cabeza. Era Fernando Pons. Tenía los ojos nublados y hablaba a trompicones.
Fernandito besó ceremoniosamente la mano de Eulalia y preguntó por Alejandro.
—¿Dónde te has dejado al genio? ¿Dormidito en casa? Manolo replicó:
—El genio de Lali la acompaña a todas partes. Observa, observa y verás cómo irradia el karma de su esplendorosa estructura somática. ¡Es su genio!
Eulalia tomó del brazo a Fernandito y avanzó con él hacia el interior del salón seguida de Pomés. En el ángulo derecho estaba la orquesta, sobre una tarima improvisada. Pequeños sillones moda Imperio y sillas de estilo variado se veían diseminadas junto a la pared, en la que brillaban las luces de unos historiados apliques de dudoso gusto.
Eulalia cazaba al vuelo retazos de conversación. «Que te lo digo yo, hombre. ¡Una auténtica puta!» «Ése ya no levanta cabeza. Tiene impagados para llenar un tren.» «¡Postizos, chato! Es lo único que hay en esa tipa. Lo que pasa es que los hombres sois idiotas.»
Torció el gesto y dijo a Fernandito Pons:
—¿Te has fijado lo piadosa que es la gente?
—¡Una delicia! Sobre todo las señoras. Con la piel de los amigos se hacen monederos, zapatos. Cosas así.
—Ni que fueran lagartos.
El anfitrión les saludó efusivamente. Como si se conocieran de toda la vida.
—¿Ves? Ya está —exclamó liberado Pomés mientras se dirigían al buffet, Y añadió— La verdad es que somos todos unos gilipollas.
—Ilustrados gilipollas —añadió Fernandito—. No me seas basto. Que tampoco hace falta comer sopas en la misma taza de un señor para considerarse amigos.
- ¡Ciao! —exclamó Manolo Pomés al ver a una matrona entrada en carnes que le sonreía enseñando los dientes.
Como la gente asediaba el gigot que un robusto camarero despedazaba entre sudores dieron un paseo por la explanada. Abajo, al final de la escalera abierta en la roca, brillaban las luces de un yate anclado en una caleta medio oculta por los pinos.
—La Costa Brava es una maravilla —dijo Eulalia. Y dejó descansar el peso de su cuerpo en el brazo de Fernandito Pons.
Pomés declamó mirando a la luna:
—«La luna en el mar riela, / en la noche gime el viento, / y alza en blando movimiento / no sé qué puñetas más.»
Rieron. Y Pomés preguntó:
—¿Qué coño es eso de rielar? Nunca lo he sabido.
—Aquí es donde hace falta Alejandro —terció Fernandito—. Nos explicaría la etimología, la semántica, el proceso de gramaticalización de la palabra. Etcétera, etcétera.
Eulalia protestó:
—Deja estar a Alejandro.
Fernandito le preguntó sin malicia:
—¿Cómo vais?
—Vamos repuso Eulalia. Y los músculos de su cara vibraron imperceptiblemente. Añadió—: Ahora está en Poblet. Se fue hace unos días.
—¿Hace algo?
—Unos poemas. Pero dice que no quiere publicarlos.
Pomés opinó:
—Porque serán buenos.
A continuación los cogió del brazo y los arrastró hacia el buffet gritando:
—¡Me comería un buey entero!