10
Odette era una muchachita turbadora. Fue Carlos quien se la encontró en el portal y la acompañó hasta el comedor de su casa.
La francesita vestía un abrigo negro de paño, con gran cuello de piel levantado sobre la nuca, muy ceñido. Era rubia platino, de ojos claros y grandes, muy pintados, y pómulos sensuales. Tenía la boca jugosa, los labios pintados en forma de corazón y su naricita remangada era un descaro. Sus manos frágiles jugueteaban con un monedero de plata trenzada con boquilla de carey.
De entrada se hizo con todos. Incluso con Antonia Cabanes, que le rogó en su francés de teresianas que se sentara a su lado, en el sofá. Pero cuando dejó el abrigo en los brazos de Juan la simpatía que había despertado se trocó en estupor. Porque los diecisiete años de Odette surgieron espléndidos de entre los finos tirantes plateados de un escueto corpiño lamé que, más que vestirla, la desnudaba gloriosamente. Parecía una sirena de pequeños senos a la que le hubieran salido piernas. Unas piernas esbeltas que asomaban entre la brillante pasamanería que remataba aquel intento de falda.
Odette tenía los muslos casi desnudos. Giraba airosamente sobre los altos tacones repartiendo sonrisas, saludando a los demás invitados en una graciosa nasalización que tenía algo de gorgorito. Alejandro miró en silencio a su mujer. Su mujer miró a Juan. Y Juan miró el abrigo de Odette, que conservaba en sus brazos, como si la responsable de todo aquello fuera la prenda. Instantes después el tribunal de los mayores sentenciaba mentalmente a la francesa: una fresca.
Juan entregó el abrigo de Odette a Marta, que murmuró a su oído:
—Dice Lolita que no la esperes.
—¿Por qué?
—No tengo la menor idea. Mejor que se lo preguntes tú. Está en su casa.
Se volvió desde mitad del pasillo.
—Sola.
Juan anunció a su compañero que iba a salir.
—¿Y qué hago yo ahora? —preguntó Sancho mirando a Marta.
Ésta avanzó hacia él.
—Bailar conmigo. ¿O te parece poca suerte?
Juan salió y llamó al piso de los Esteve. En seguida se asomó Lolita.
—Sabía que vendrías —dijo en voz baja, como si estuviera muy asustada.
Él la cogió de la muñeca.
—Venga, sal. Vámonos a la fiesta.
—No quiero.
Forcejearon.
—Vendrás conmigo. A mi casa. Te presentaré a mis padres. A los demás. Y bailaremos hasta reventar.
—Mis tíos no quieren que vaya. Dicen que esas reuniones mundanas pervierten a los jóvenes.
Juan levantó la voz.
—Pero, ¿qué le pasa a la gente? ¿Son tus tíos mejores que los demás mortales?
Ella se llevó un dedo a los labios.
—¡Calla!
—No me da la gana. Anda, sal de ahí.
—No insistas.
Seguía sujetando la puerta.
—Además, soy yo la que no quiere ir. Compréndelo. Mis tíos tienen que llevarse bien con tus padres. Y todo depende de nuestra actitud. De nuestro tacto.
—¿Dónde están?
—Se han ido para evitar complicaciones. Volverán muy tarde.
Juan metió el pie en el hueco que dejaba la puerta.
—Entonces entraré yo.
—¡Estás loco!
Empujó con el hombro y se metió en el piso. En seguida cerró la puerta.
—Sal de aquí, por favor —gimió Lolita.
Tenía los labios entreabiertos y Juan los besó furiosamente.
Ella se revolvía en sus brazos.
—¡Por favor! Déjame.
—No te dejaré. Mientras ellos hacen el oso ahí, nosotros estaremos aquí solos. Con nuestro amor.
—¡Ni pensarlo, Juan!
Pero Lolita no pudo resistir la caricia un poco brutal de las manos de Juan recorriendo su cuerpo.
—Lo sabes. Lo sabes demasiado bien —dijo sintiendo que se abandonaba.
—¿A qué te refieres?
—Sabes que no puedo resistirme a ti. No puedo pensar en otra cosa. Me paso el día y la noche recordando lo que hacemos en la cama. Y deseándolo. Siempre deseándolo. Siempre.
Cuando cayó sobre ella, en la cama, Lolita dijo:
—A veces pienso que estoy endemoniada.
Juan cerró la boca de ella con sus labios. Al otro lado del tabique se oía un charlestón en la gramola.