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Realizar el análisis crítico de uno mismo, sometiendo a un riguroso chequeo la conciencia individual, es algo que resulta difícil de llevar hasta sus últimas consecuencias. Era lo que intentaba hacer Alejandro Acosta en aquellos momentos de desaliento, cuando todo se manifestaba incierto dentro y fuera de su persona: el rechazo o la aceptación de estas reflexiones, el rigor del autoanálisis, la luz del día que se acaba, y que ha dejado de ser luz, penetrándonos de un vago sentimiento de aflicción.
Decidió pasar revista al cambio experimentado por el país en los últimos tiempos. Luego trataría de aproximarse a su postura personal en cada uno de los momentos del cambio y procurarla encontrar un rumbo nuevo, y digno, entre tanta senda confusa como se vislumbraba.
Faltaban pocos días pata el 20 de noviembre, día en que había dejado de existir Franco tres años antes, y la Constitución aprobada en las Cortes hacia poco más de un mes iba a ser sometida a referéndum popular el 6 de diciembre.
Tras el fracaso del primer Gobierno de la Monarquía, el del Presidente Arias y su fantasmal «espíritu del 12 de febrero», se había producido un estallido de júbilo ciudadano en las calles. Alejandro recordaba las constantes llamadas de su hermano, desde Madrid» pidiendo que le informara. «¿Cómo está el patio? —repetía invariablemente-". ¿Le digo a Fefa que haga las maletas?» En la obsequiosidad que había en la voz de su hermano, impropia de él, Alejandro descubría su miedo. Cabía, pues, pensar que tenía una conciencia culpable.
Mientras en la calle se sucedían manifestaciones multitudinarias, mientras ondeaban al viento de la aparente libertad las viejas enseñas revolucionarias, y la gente apretaba el puño pidiendo venganza, y se gritaba aquello de «el pueblo unido jamás será vencido», los grandes empresarios, los financieros y quienes, en general, habían acumulado cuantiosas fortunas en el régimen anterior al amparo de la corrupción institucionalizada, evadían sus capitales. La Iglesia callaba. Los militares hacían frecuentes manifestaciones de adhesión al Rey, si bien algunos callaban y, cuando se pronunciaban, lo hacían para proclamarse contra la legalización del Partido Comunista.
Caído Arias, casi toda la clase política pensó que el Rey nombraría nuevo jefe de Gobierno a José María de Areilza. Se equivocaron, porque el nombramiento recayó en un oscuro falangista, Adolfo Suárez, personaje bisoño y poco culto comparado con Areilza, antiguo Gobernador Civil franquista, ex director de Televisión Española y presidente de un extraño amasijo político que Emilio Romero se había sacado de la manga, junto con Solís y otros incondicionales de Franco, la UDPE, de claro contenido continuista. Suárez, por si faltaba algo, había sido Ministro del Movimiento.
Por aquellas fechas, la gran mayoría del país se proclamaba democrático, cuando no marxista. La indumentaria tradicionalmente burguesa quedó arrinconada. Cambiaron usos v costumbres. La conversación se hizo informal, desprovista de verbalismos corteses. Era fresca y directa. En las páginas de periódicos y revistas, en la charla amical, aparecieron expresivos términos de nuevo cuño. Abundaban los reportajes de denuncia sobre los crímenes y la corrupción del franquismo. Se produjo el estallido del sexo y la mujer, hasta entonces marginada, levantó la voz. La CNT se reconstituía en las últimas sombras de la clandestinidad y reclamaba, con las restantes centrales sindicales, la devolución del patrimonio de su propiedad, del que se habían incautado los falangistas cuarenta años antes. Todo el mundo exigía lo que de derecho era suyo y le había sido robado. Y España, sus calles y sus plazas, era una fiesta.
Demostrando, al menos públicamente, su absoluta falta de credibilidad en los postulados del franquismo, Suárez concedió una amnistía parcial y conseguía, en noviembre de 1976, que las Cortes franquistas aprobaran una Ley de Reforma Política que acabara legalmente con el régimen de Franco. Poco después suprimía de un plumazo el Tribunal de Orden Público, pero impedía la legalización de Justicia Democrática y creaba la Audiencia Nacional. Su juego, pues, no estaba claro.
En los meses sucesivos legalizó los partidos políticos, incluido el comunista, que lo fue con un par de meses de retraso, suprimió los Sindicatos Verticales y restableció las relaciones diplomáticas con los países del Este y con México. Sin embargo, enviaría a Moscú como Embajador a un conocido franquista catalán, Juan Antonio Samaranch. La creación de su propio partido político, la Unión de Centro Democrático, le permitiría ganar las elecciones del 15 de junio de 1977. El orden público, el problema de las autonomías y la grave circunstancia económica por la que atraviesa el país, con la constante subida de precios, la falta de inversión empresarial, el hundimiento de la Bolsa y el paro, fueron problemas que soslayó el Gobierno Suárez, ocupado en estructura del partido sin tradición, sin ideología definida, un nada entre dos platos que, sorprendentemente, tenía que encandilar a la gran mayoría española, desprovisto de cultura política.
Mientras sucedían estos acontecimientos, los intelectuales de izquierdas intentaban marcar el rumbo ideológico al país a través de conferencias, charlas; en libros y artículos que revelaran la verdad de lo que fue la guerra civil, y de sus causas, y que, a la vez, destruyeran las calumnias que pesaban sobre líderes y militares de las izquierdas, a los que la propaganda franquista había presentado casi como unos monstruos a la opinión general.
Aquí era precisamente donde Alejandro entraba en el juego.