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Pensaba que sn hijo había tenido suerte en el matrimonio. Sofía era una mujer espléndida que, además, podía ser presentada en cualquier parte. Sin llegar a preocuparle, le inquietaba su llamada. «Es posible que tenga algo que decirme sobre lo del curso de Pape en Estado Mayor —pensó—. A lo mejor lo ha convencido.»
En seguida que cogió el teléfono salió de dudas. Sofía le pedía que la invitara a almorzar. Sencillamente eso.
—¿Desde dónde llamas?
—Desde el despacho del Banco. Como sabes, Pepe está en Bilbao. Y a tu mujer se le ha ocurrido comer en casa de Elena, la mujer de Alejandro y cuñadísima suya. O sea, que me han dejado sola. Y como los niños están en el colegio, yo me he preguntado por qué no me invitaba mi suegro a una buena cuchipanda.
—Muy bien, rica. ¿Dónde quieres ir? Porque yo esta Barcelona la conozco muy poco.
—Tú déjame a mí.
—Bueno, bueno. ¿Dónde quedamos?
—A las dos y media en tu hotel. Pasaré a recogerte.
Carlos sonrió satisfecho. Le gustaba que su familia se acordara de él, aunque fuera para pagar un almuerzo que iba a costarle un ojo de la cara, conociendo como conocía los gustos de su nuera. Se metió en el baño, pensando en la forma de dorarle la píldora a Natalia. «En cualquier caso, que se vaya a hacer puñetas», dijo en voz alta. Y empezó a cantar:
Chaparrita, la divina,
la que al templo se encamina
por la mañana a rezar.
La canción le trasladó a la primavera del treinta y nueve. Veinticuatro años, dos estrellas de seis puntas sobre fondo negro y vencedor en una guerra civil, en la que representaba la causa de Dios, eran motivos mis que suficientes para, en su caso, cantarla con la alegre irresponsabilidad de quien no alcanza a ver el mar de sangre que amenazaba a los vencidos. Primero en la chabola, en las islas de banderas después, más tarde en el comedor de su casa, alternaba la Chaparrita rezandera con aquella Catalina que se pasaba el día en la fuente del querer.
Catalina fue a por agua
a la fuente del querer.
¡Catalina si, Catalina y qué!
Había habido muertos, incluso en su familia, pero las guerras traían siempre esas cosas, y el que no se quisiera enterar que se pegara un tiro. Fue por entonces, en Murcia, donde conoció a la que había de ser su mujer. Josita era monilla y bebía los vientos por él. Se la encontraba hasta en la sopa. Pero Carlos le tenía verdadero pánico, porque se conocía y porque Josita era el ojo derecho del comandante Pellicer, como su hija única que era.
Mientras se enjabonaba perezosamente, Carlos cantaba con los ojos cerrados:
Lleva besos a montones,
pellizcos y mordiscones,
que a veces la hacen llorar.
Había tenido suerte en la vida. Se lo decía frotándose el cuello, todavía irritado por los mordiscos de Natalia. Lo malo era que la vida se acababa como las buenas películas, cuando uno llega a lo mejor. Por eso había decidido disfrutar de ella mientras pudiera. Como padre y como militar, su obra había concluido. Si los españoles eran unos insensatos dispuestos a conseguir que la hoz y el martillo siguiera viéndose por todas partes, y que España fuera otra vez atea y se rompiera en mil pedazos con lo de las autonomías, allá ellos. Tenían todo el día para votar a la Nicolasa, como llamaba él a la Constitución. «¡Por las narices van a echarla!»
Siguió cantando:
Ella sufre y también llora,
y el llanto la decolora,
pero se vuelve a pintar.
Por aquellas fechas todas las María Josefas de España se hacían llamar Jositas imitando a josita Hernán. Carlos, que a medida que ascendía se le iba despertando el senado del humor, llamaba cariñosamente a su novia «la tonta del bote», por aquello de la película que había hecho la Josita con el pánfilo de Rafael Duran. Josita pasaría a ser Maise en los primeros años de casada, cuando le acompañaba de guarnición en guarnición con los crios. Fue María José cuando los chicos estudiaban el Bachiller y él empezaba a situarse económicamente. Por último, cuando ya tenía hechos los millones, pasó a llamarse Fefa. El sobre sanaba a cosa fea, pero las Pacas y las Curras se habían puesto de moda entre la gente bien, y la Josita de los primeros tiempos de pos— guerra se sentía feliz llamándose así. A Carlos el nombre ni le gustaba ni le dejaba de gustar. Simplemente le hada gracia. Por eso, ahora que había llegado a la vejez, siempre que llamaba a su mujer se le escurría la risa de los labios.
Tarjetas de crédito de los grandes almacenes. Es con lo que Fefa se contentaba en los últimos tiempos. Con eso, y con que la dejaran despotricar contra el Gobierno de Suárez. Carlos le llevaba la corriente, peto en su casa seguía mandando él. Y en la de los hijos, especialmente en casa de José, a quien todavía miraba a veces con ojos más de coronel que de padre. Sofía, sin embargo, era diferente. «Buena chica —pensaba Carlos mientras sacaba de la bañera una pierna flaca y varicosa—, pero demasiado intelectual.».
Tenía decidido guardarse el secreto hasta que llegara el momento, y el momento sería después de una cena por todo lo alto servida por «Jockey» en su casa de Madrid, en la de Carlos. Amistades íntimas. Y etiqueta. Él se pondría el uniforme nuevo de coronel, de gala, y le haría ponerse a su hijo José el de comandante. Y luego, después de los postres, pondría él mismo sobre la mesa el sable que pensaba regalarle al nuevo jefe, el que había de perpetuar el apellido Acosta en el anuario militar. El sable era una réplica exacta del que le regalaron a Franco los compañeros de promoción con motivo de su ascenso a general, recién cumplidos los treinta y tres años. Carlos, sin embargo, había mandado hacer la hoja de plata maciza y el puño de oro, con las iniciales esmaltadas a fuego.
No le diría, pues, a su nuera la sorpresa que preparaba para José. Almorzaría con ella tranquilamente y después la llevaría a alguna parte. Pero ¿qué haría con Natalia?