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Había casi oscurecido. Alejandro seguía tumbado en el diván adosado a la pared, bajo los repletos estantes de su librería. Tenía las manos cruzadas bajo la nuca y sus ojos intentaban retener el gálibo de una lámpara de loza que sobresalía de una mesa en la penumbra de entreluces. Reinaba el silencio en derredor. Y era precisamente aquel silencio, desde cuyo fondo parecía acechar la conciencia, el causante de que se preguntara cuál era verdaderamente su actitud y la de tantos intelectuales como él que seguían proclamándose de izquierdas, aunque con bastante menos entusiasmo que antes.

¿Quiénes eran? ¿De dónde procedían los antifranquistas que escribían contra la dictadura, los que colaboraban en la Prensa independiente o claramente izquierdista o impartían clases en la Universidad repitiendo tópicos marxistas? Alejandro hizo una somera clasificación. Estaban, en primer lugar, los veteranos del exilio. Personas con las pilas agotadas, cargadas de años, aterradas por la proximidad de la muerte, aunque no lo manifestaran. Eran escritores con algunos títulos en su haber —los había de reconocido prestigio, pocos—, de escaso peso específico, apasionados o desfasados. Símbolos vivos hasta que, uno tras otro, alcanzaran la suprema igualdad que la muerte concede, al parecer la única que existe. Estatuas para un pedestal.

Los demás, en su mayoría, procedían como Muñiz y tantos otros del franquismo virulento, apacible o residual, según las edades. En general, vividores o pobres diablos cansados de picar piedra a la máquina de escribir durante los años de la dictadura. Contaban, además, los que, bien porque se habían exiliado voluntariamente o porque habían sido exiliados, habían vuelto relativamente jóvenes con la aureola que da el destierro y sin un duro. Estaban los intelectuales progres, los que empezaron a fumar cuando la huelga de tranvías de Barcelona. Éstos, que se habían ganado el pan en las editoriales a fin de no dejarse ver en la Universidad franquista de los últimos años, ocupaban cátedras en diversas Facultades y, algunos, publicaban de vez en cuando arrebatados libros —de poemas, ensayos, históricos—, escritos por lo general a destajo o a golpe de pasión. Obras cuya resonancia era puramente coyuntural, de la que prestigia momentáneamente un nombre que se olvida en seguida. Oscuros periodistas y presentadores de televisión que habían tenido la habilidad de manifestarse contra el franquismo cuando ya la fiera estaba herida de muerte; curas o chisgarabís que se apresuraban a firmar cartas comprometedoras solicitando el indulto de tal condenado o una amnistía y que se encerraban en cualquier iglesia por un quítame allá esas pajas, a fin de hacerse notar; profesionales del cine, abogados, médicos, que acudían a las reuniones clandestinas cuando Franco era ya una momia y compraban en Andorra títulos de «Ruedo Ibérico», ensalzaban a Tierno, a Aranguren o a Ruiz Giménez, se suscribían a Cuadernos para el Diálogo o a Triunfo en su época triunfal, completaban el cuadro.

Alejandro admitía que muchos de estos intelectuales incurrían en contradicciones de hecho inevitables para quienes habían vivido una época, y en un país, en el que el pensamiento había estado perseguido y se desconocía cualquier clase de arte que no fuera el viejo arte de arramblar lo que se pueda. Pero sabía también que eran contados los intelectuales españoles que habían buscado refugio en los países socialistas del Este. Muy al contrario, se habían refugiado en Norteamérica, en Gran Bretaña o Francia —en cuyas Universidades habían ejercido de lectores los más jóvenes—, sin contar los de México o las repúblicas sudamericanas dictatoriales. Es decir, no habían salido de la órbita de los países capitalistas. Y esto era impremedítadamente, guiados por un instinto oculto, revanchista o no, pero en cierto modo marcado por el sello del interés económico.

Por lo que respecta al intelectual progre que había conseguido un título de la Facultad de Letras en la Universidad franquista —los de las últimas promociones—, difícil era encontrar uno entre mil que no hiciera dogmatismo, incluso demagogia, desde el aula. En lugar de abrirse a cualquier tendencia auténticamente liberal y de hacer auténtica cultura, revolucionando las mentes en orden a la reflexión íntima, orientándola hacia el humanismo íntegro, el que se desentiende de la apetencia material excesiva para entregarse a los demás, se había agrupado en capillitas, satanizado a los que tenían ideas propias o a quienes descubrían su juego de intereses.

El resultado, a tan corto plazo como eran tres años, no podía ser más deplorable. No existía un verdadero rigor intelectual; se trivializaba lo que de hedió era trascendente, la superficialidad fascista había cambiado de signo pero seguía siendo superficialidad, especialmente en la obra de creación; el espabilado seguía en lo alto de la cucaña desplazando a la persona de buena fe; el pícaro sustituía al inteligente o a quien se había hecho a pulso una sólida preparación de carácter humanista; la disociación entre lo que los jóvenes profesores predicaban o lo que escribía d profesional del periodismo y su realidad, entre lo que ambos aseguraban que creían y lo que creían de verdad, había empezado a destruirlos ante la opinión de alumnos y seguidores. En d entretanto, antípoda de ellos y de los irónicos artículos que había puesto en rodaje años antes la gauche divine, a miles de años luz de aquel decadentismo seudomarxista, estaba d pueblo auténtico. Vivía mostrenco, como en la época de Franco. Totalmente aislado. Seguía languideciendo en la más supina de las ignorancias, entre la taberna o d bar, el bingo y el televisor. Ya había renunciado a la lucha de clases, y seguía aferrado al coche y a la apariencia externa tomada de la estupidez burguesa, porque los líderes de las izquierdas habían perdido la ocasión de plantear una alternativa a la Monarquía de Juan Carlos. Suárez había triunfado. Había enderezado la nave de un Estado botada por Franco y ahora se trataba de enderezar su rumbo y llevarla al puerto de siempre, que era el del clasismo capitalista, d de la tradición «gloriosa», d de los obispos contra la anti-España, el folklore y los militares defensores a ultranza de una Constitución «consensuada» con personas de la talla de Carrillo, y de Felipe González, antimarxista como el propio Suárez y su partido.

Y en el círculo más oculto, ¿qué estaba sucediendo? En d círculo último del laberinto, la Iglesia preparaba cautamente sus peones a la espera de los nuevos tiempos, que ya estaban ahí; las Academias Militares larvaban nuevos oficiales; los empresarios se organizaban, unían sus fuerzas y sus capitales y ponían al trabajador en el disparadero: o pacto o recesión; los políticos de la derecha se agrupaban en bloques sólidos, mientras la izquierda se fragmentaba y amenazaba con atomizarse, y los expertos a su servido transformaban gradualmente la imagen plástica del país, lo inundaban de pasacorbatas, de modelitos de señora años cincuenta, de nostálgicas canciones de Machín y de Bonet de San Pedro, mientras Televisión volvía a dar su verdadera imagen, la primera y más vieja, y de las revistas sensacionalistas desaparecía la denuncia del crimen franquista, porque «aquello ya no interesaba a nadie».

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