10

Si a José le hubieran asegurado que su padre había huido con la mujer barbuda de un circo, o que trataba de hacer volar las pajaritas de papel que guardaba en la vitrina del cuarto trastero, no hubiera manifestado ninguna extrañeza. Sabía que las mujeres y las pajaritas habían llenado buena parte de su vida. Eso, y decir pampiroladas cada vez que abría la boca. Pero lo que su compañero Román, capitán de Infantería como él, terminaba de comunicarle le dejó perplejo.

—¿Estás seguro de lo que dices? —le preguntó con el vaso en la mano y la botella de «Watt» en la otra—. ¿No se tratará de otro coronel Acosta? En el Anuario, figura otro Acosta. De Ingenieros...

Román denegó con la cabeza.

—Es tu padre. Y si quieres más detalles, el comandante Ormanchea te los dará. Es de Investigación.

Ormanchea hizo tintinear los cubitos de hielo en su vaso de cristal tallado. Era un cincuentón obeso y pestorejudo de cara roja cruzada de venitas azules y grana en la carrillera. Estaba sentado y tenía la cabeza inclinada, con lo que José sólo alcanzaba a ver una calva perfectamente redonda, que parecía fosforecer bajo la luz de una lámpara encendida junto a él, sobre una mesa.

—No hay error posible, capitán —dijo sin levantar la vista—. Además, sabemos que se trata efectivamente de él, porque lo han estado vigilando últimamente. ¿Estuvo en su casa, en Madrid, un hermano suyo hace unos días?

—Mi tío Alejandro. Era un asunto familiar.

—También conocemos ese asunto. Pero no tiene nada que ver. No guarda relación con todo esto. Se lo he hecho saber únicamente para que comprenda que se trata de su padre y no de ningún otro coronel Acosta.

Los ojos de pez de Ormanchea se clavaron un instante en los de José, que sostuvo su mirada.

—Su padre —continuó— se reúne con algunos compañeros, con cierta regularidad, en una cafetería de Argüelles.

—Ni idea.

—¿No habrá estado usted nunca allí con él? Por casualidad. Algún viaje que haya hecho a Madrid.

—¿En Argüelles? Nunca.

José se instaló en un silloncito bajo de cuero marrón que había frente a Ormanchea. Sólo entonces se dio cuenta de que seguía estúpidamente con la botella y el vaso en las manos. Se sirvió y bebió un sorbo corto.

Ormanchea dijo:

—De momento conocemos los nombres de un teniente coronel de la Guardia Civil y de algunos jefes y oficiales. Algunos son de la reserva, como su padre. Lo que no está muy claro todavía es la participación de cada cual.

—¿Alguna figura de prestigio?

—No podría decirle. Ni se lo diría, y perdone, si estuviera enterado. Pero, por si le sirve, en este tipo de cosas, al contrario de lo que sucede con los árboles, raíces pequeñas las que sostienen a las grandes. Lo que pasa es que cuando triunfa la intentona, sólo suenan un par de nombres. Por lo general, los que menos se han comprometido.

José aseguró que no concebía a su padre metido a conspirador.

—Es lo último que se me habría ocurrido. Y le doy mi palabra de honor de que no es mi intención disculparle. ¿No podría ser una casualidad? O tratarse de un equívoco.

Ormanchea sonrió. Bebió un sorbo, apoyando ligeramente el borde del vaso en el labio inferior y dejando la boca entreabierta. Chascó la lengua ligeramente. Luego dijo que no cabían equívocos.

El capitán Román intervino para decir que a mediados de octubre el padre de José había hecho entrega de un talón por valor de dos millones de pesetas.

—¿Mi padre dar dos millones? Perdona que te diga que no me lo creo.

Román se levantó. Era un hombre alto y seco, de cara cetrina y pelo rizoso, muy poblado en las sienes. Sus ojos oscuros miraron a José con cierta desconfianza.

—¿Por qué no podría hacerlo?

—Por la sencilla razón de que es de Nuestra Señora del Puño.

—Tenemos enlaces. O espías. Llámale como quieras. Y al decir tenemos me estoy refiriendo al Servicio de Información. Y puedo asegurarte que tu padre entregó un talón barrado, del Banco de Madrid, por esa cantidad.

—¿Y qué?

—¡Ah! Es lo que yo no sé. Si tiene algo que ver esa aportación al Partido o es un simple gesto de simpatía.

Cuando Román se sentó, Ormanchea trató de interrogar discretamente a José.

—Usted sabe que hay una facción que se ha propuesto cargarse la Constitución. Políticos. El Ejército no quiere intervenir en estas cosas. Estamos muy por encima de los políticos. Pero en el Ejército, como en todas partes, siempre hay exaltados. ¡Somos humanos! De lo que se trata es de evitar que la pasión de unos cuantos compañeros, explicable en parte, no tire por los suelos el prestigio del uniforme. Ya sabe cómo es la gente. Generaliza. Y los periódicos. El Ministro tiene hecho el propósito de mostrarse muy duro. Y no quisiéramos que a su padre le pillara el toro. Si es posible, claro. —Le miró con fijeza—. Usted me ha dado su palabra de honor de no saber nada.

—Y se la vuelvo a dar.

—No es necesario. Le creo. Pero quizás haya oído algo. Cualquier cosa. Lo que sea. A veces, en una conversación, una palabra, un gesto, resultan reveladores. Ya me entiende. Lo único que nosotros pretendemos es acumular datos. Un cabo suelto no sirve para nada. Pero uno y otro, atados debidamente a un tercero, pueden recomponer la red. Es una especie de juego. Yo le rogaría que tratara de hacer memoria.

José se encontraba entre la espada y la pared. No podía faltar el respeto a un superior y, por otra parte, estaba deseando echarlo a la calle. Vender a su padre, por muy conspirador que éste fuera, era algo que no entraba en sus cálculos.

Sostuvo la mirada de Ormanchea y dijo con voz grave:

—No sé nada, mi comandante. Absolutamente nada. Todo cuanto usted me está diciendo me viene de nuevas. Pero tiene que comprender que si supiera algo que pudiera comprometer a mi padre, o a su reputación de militar, no se lo diría. Mi disciplina no llega a tanto.

—¿Y si le diéramos garantías?

—¿Garantías de qué?

—De que a su padre no va a pasarle nada.

—Ni aun así. Entre otras cosas, porque le repito que no sé nada absolutamente.

Mientras Ormanchea pasaba al servicio, el capitán Román informó a José de lo que sabía. Al parecer, algunos jefes y oficiales, demasiado sensibles a los últimos atentados contra militares de alta graduación, tenían previsto un golpe para el veinticuatro de noviembre o el tres de diciembre.

—El informe al Ministro es directo. Pero se desconoce dónde y cuándo piensan actuar. Los métodos. Lo que se proponen.

Hizo un gesto de silencio cuando oyó los pasos de Ormanchea en el corredor.

—Como si no te hubiera dicho nada, ¿eh? Pero contacta con tu padre. Mira a ver qué sacas en claro de este embrollo. Y, si es posible aún, que se largue de Madrid.

Ormanchea dijo que se procuraría por todos los medios suavizar la cuestión.

—Al Ministro no le interesa airear el asunto demasiado. A no ser que haya filtra— dones, quizá todo quede silenciado. Pero comprenda que tiene que caer alguien. Está en juego la autoridad de Gutiérrez Mellado. La del Gobierno. El prestigio del Rey.

Cuando Ormanchea se dirigió hacia la puerta, José y Román quedaron en posición de firmes, a pesar de ir todos de paisano. José agradeció al comandante la confianza que había puesto en él y prometió guardar silencio.

Ya dentro del ascensor, Ormanchea le miró a los ojos sonriendo.

—Tengo entendido que su padre suele hacer algún viajecito por el extranjero —dijo—. ¿Qué tal cree usted que le sentaría una vueltecita por la Costa Azul? El invierno es precioso allí.

Se despidió de José haciéndole con los dedos un amago de saludo militar,

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