EL GRAN DESCONCIERTO
1
—Los niños educados no son caprichosos. A ver por qué razón no quieres vivir en esta casa.
Tito pegó una patada en el suelo
—'¡Porque no me gusta!
—Tampoco te gustaba la de Valencia, ¿te acuerdas? Y luego bien que te lo pasabas allí.
—Yo quiero vivir en «El Mirador».
—«El Mirador» está muy lejos del pueblo. Volveremos en verano. Cuando os examinéis tú y Carlos.
Tito gritó:
—¡Esta casa es fea!
Su hermana, que en realidad pensaba como él, reprimió la risa.
—Tú sí que eres feo. ¿Qué le pasa a la casa? A ver, di, protestón. Malcriado. Que es lo que tú eres. Un mimado. Tú quieres estar en «El Mirador» porque allí tienes al primo Alfonso, que te llena la cabeza de pájaros. Te gusta ir hecho un golfante, como va él. Mal vestido, churretoso, como si fuera un no sé qué. Pues se equivoca el señorito. Se acabó eso de andar siempre de nidos, o haciendo clóchinas como decís vosotros. Aquí, en el pueblo, ya sabes. Siempre bien peinadito, bien vestido y a la Academia todos los días. ¡Sin faltar ni uno!
—Me escaparé.
—Y yo se lo diré a papá. Para mí es la mar de fácil. Cojo un papel de escribir, pongo dos letritas... ¿Que te parece?
Tito agachó las orejas.
Estaban en una habitación del primer piso, la sala blanca. La llamaban así por el color de las paredes y del enlosado, de baldosines blancos esmaltados. La pieza estaba alfombrada de rojo y amueblada con sillería isabelina tapizada de yute verdoso, con motivos florales ocre mezclados con hilos de oro. Sobre la mesa de centro, de madera labrada y tablero de mármol gris veteado de blanco, había un camino de mesa de punto crudo sobre el que se veía un fanal, pendent, del que guardaban en «El Mirador», conteniendo un ramo de flores hechas de conchas y caracoles marinos de todos los tamaños y variedades.
Frente al sofá, en la pared opuesta, estaba la jardinera, con espejo de cuerpo flanqueado por columnillas de madera. Rinconeras de pie de estilo modernista, una consola de ébano repleta de fotografías familiares, un esquinero espacioso sustentando el gramófono, y dos paisajes al óleo, a ambos lados del sofá, completaban la decoración. La sala tenía un balcón, con galería roja y estor blanco de gasa, y una alcoba con cama de matrimonio. Desde la sala, únicamente se veía la puerta de la alcoba, pintada de verde pálido. Los visillos de los cristales, plisados, tenían un color blanco-amarillento y estaban sembrados de bodoques granate alternando con estrellas de color azul.
Marta atrapó a su hermano cuando éste trataba de escapar.
—Ven aquí —dijo forcejeando aún con él—. Ven y dime la verdad. ¿No será que le tienes miedo a la abuela?
—No.
—¿De verdad de la buena?
Tito dijo que el primo Alfonso aseguraba que los muertos no salían a ver a nadie, precisamente porque estaban muertos«
—Al menos en eso, ese salvaje tiene razón —convino Marta. Y añadió— Ella te quería mucho. De forma que nunca te daría un susto así. Y menos en su propia casa.
Lo de la abuela había sido de repente. Aquel mismo año quiso ir a la misa del Gallo, y al salir de la iglesia le dio un mareo. Media hora después moría. Tito tuvo ocasión de verla amortajada en la cama. La imagen de la difunta, vestida de negro y con un espeso velo caído sobre los ojos, le persiguió durante bastante tiempo. Se enfadó mucho cuando supo que se marchaban de «El Mirador» para ocupar la casa de la abuela, que le había correspondido a Beatriz. Según oía comentar, las cosas iban de mal en peor en España, y Alejandro había decidido levantar la casa de Valencia y trasladar los muebles a la de la abuela.
—¿Y viviremos mucho tiempo aquí?
Marta se encogió de hombros. El silencio se había instalado en la sala y, de pronto, como si alguien se hubiera metido allí mismo, entre ellos, se oyó la voz de una jovencita que cantaba:
Anda y que te ondulen
con la «permanente
y pa suavizarte
que te den cold-cream.
Se lo iré a pedir
a Victoria Kent.
Que lo que es a mí
no ha nacido quién.
Soltaron la carcajada a un tiempo. Marta dijo que era la vecina de enfrente Juanita la Reina, que se sabía todas las canciones de moda.
—Es muy guapa. Por eso la llaman la Reina —añadió—. Como las casas están tan cerca, parece que cante aquí mismo.
Se levantó de un salto y corrió hacia la escalera. Antes de bajar, se volvió hacia su hermano.
—¿Te digo una cosa que no sabes?
La cara de Tito se iluminó en una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Qué es?
—¿De verdad quieres saberlo?
Empezaba a impacientarse.
—Anda, di. ¿Qué es?
—Papá me ha dado permiso para hacerme la permanente.
—¡Y a mí qué me importa tu permanente!
Tito corrió escaleras abajo persiguiendo a su hermana.