19
Oscurecía. El manchón de herrumbre y púrpura del crepúsculo se desteñía por momentos. La grisácea transparencia del aire neblinoso lo invadía, lo penetraba, convirtiéndolo en un violeta cada vez más pobre. Desde la terraza de su apartamento, Alejandro observaba las desnudas ramas de los castaños. Estaban dibujadas en el vapor, caligrafiadas en él como un viejo dibujo chino. Dos grajillas revolaban sobre el bosque de pinos describiendo amplios círculos. A lo lejos, exactamente por donde terminaba de hundirse el sol, la montaña sacaba una joroba cansada de tantos siglos de atardeceres.
¿Podían unos simples poemas contener el desconcierto de un pedazo de Historia? ¿Iluminarían alguna mente curiosa en un momento dado de la eternidad? En la mesa, bajo el desmayo de una luz color crema, una luz tamizada por la pantalla de la lámpara, estaban los folios escritos. No era exactamente un estar, pensó Alejandro. Era un yacer inútil, sin sentido. ¿De qué sirve el hallazgo del símbolo escrito cuando lo más querido se escapa como esvara de los dedos la bola de mercurio?
Eulalia entró. Alegre. Despreocupada como una colegiala en vacaciones.
—¿Trabajabas, amor?
Alejandro contestó a la pregunta con una mirada de fastidio reprimido.
—Llego tarde. Lo sé. Pero ¿sabes lo que ha pasado? Se han llevado a la Nena.
—¿Qué estás diciendo?
Eulalia levantó la cabeza, se cruzó de brazos y le dedicó la mejor de sus sonrisas. Sus ojos brillaban de entusiasmo.
—Lo que oyes. Han venido unos amigos de Olga con ella y se han llevado a la Nena al campo. ¿No es un sol esa hija mía? Dicen que ellos la cuidarán. Incluso hay un chico, un Xavi, que está seguro de enseñarle algo. No sé. Ha hablado de coordinar algún movimiento. Es psicólogo. O algo así. Así tú y yo podemos estar juntos más tiempo.
El rostro de Eulalia se ensombreció.
—¿No me dices nada?
—Bueno. Si tú estás de acuerdo. Al fin y al cabo es tu hija. No la mía.
—¿Es que no te gusta la idea?
—Que sí, mujer.
—A mí me hace mucha ilusión.
Pronunció estas palabras taconeando nerviosa hacia el dormitorio. Alejandro se sentó ante la mesa de escribir. Se sentía fatigado, y la pasta de «Giardinetto» parecía pegada todavía a su paladar.
Momentos antes había llamado a su hija Beatriz, y la criada le había dicho que la señora había llegado aquella misma tarde de Caldetas, pero que había salido con el señor y no cenarían en casa.
Eulalia salió del dormitorio medio desnuda.
—¿No está muy fuerte la calefacción? —dijo soltándose el sostén.
—Quizás.
Su cuerpo esbelto, ligeramente tostado, se movía por el despacho con una ligereza todavía juvenil.
—Voy a darme una ducha, a ver si me quito de encima este cansancio. Yo creo que es la emoción.
Se arrodilló a los pies de Alejandro.
—A veces jugamos mal a nuestros hijos, y son la mar de majos. Mira cómo Olga ha pensado en su madre. Cuando la han sacado de casa, la verdad, se me han llenado los ojos de lágrimas. Está toda su vida en el piso de París, la pobre. Menos las temporadas de verano. Y eso cuando vivía papá.
Tenía la cabeza apoyada sobre las piernas de él, y las manos cruzadas a su espalda,
—¿Te hago cosiquicas?
Alejandro acarició la roja cabellera desparramada sobre su regazo.
—Quizá no sea el momento más oportuno.
Ella le miró con un relámpago de sospecha en los ojos.
—¿Has almorzado solo?
—Con mi hija. La pequeña.
—Entiendo.
Eulalia se levantó. Tratando de olvidar su propia pregunta, dijo jovialmente que tenían que darse prisa si no querían llegar tarde.
—¿Qué pasa hoy?
—¿Ya no te acuerdas, amor? Tenemos cena literaria.
—¡Oh, no! [Otra sopa de letras, no!
—Viene mucha gente de Madrid.
—Como si quiere venir de la China. O de la galaxia Andrómeda. Esto no hay quien lo soporte.