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La había conocido unos cinco años antes en casa de un compañero, capitán como él de un carguero de una Compañía viguesa. Terminaba de cumplir los cuarenta años y hacía unos diez que había enviudado. Era una mujer no muy alta, llena, morena de piel clara, ojos azules y cabello negro ensortijado, que peinaba hacia atrás en una trenza recogida en rodete sobre la nuca. En seguida se sintió atraído por la discreción que había en su persona y por su timidez, que él calificaba como de doncella.
La historia de Eugenia era bastante vulgar. Sevillana, emparentada con las mejores familias de la vieja Andalucía latifundista —era sobrina nieta de un conocido duque y Grande de España—, sus padres la habían casado a los dieciocho años con un íntimo de la familia algo mayor que ella. Pepe Lasuén, que así se llamaba el marido, se la llevó con él a un cortijo que tenía en la provincia de Sevilla. Y allí vivió práctica» mente durante los doce años que duró su matrimonio, sin salir de las suntuosas habitaciones del caserón más que para los contados viajes que hicieron a la capital, donde Eugenia seguía teniendo sus familiares. Como el matrimonio no tuvo hijos, ella cedió a la muerte del marido todos los bienes de éste a sus parientes más allegados. Se reservó la casa solariega, las alhajas que Lasuén le había regalado y unas acciones de «Hulleras de Riotinto». En seguida se trasladó a Sevilla, ocupando un palacete heredado de sus padres. El trabajo de casa, la lectura y las visitas a amigos y familiares, así como el tiempo que dedicaba a sus devociones, llenaron desde entonces su existencia.
Como en cuestiones de moral era muy aprensiva, no tardó en obsesionarse con lo que, a su juicio, era pecado de delectación siempre que recordaba a Alejandro. Fermín Ayuso, un rico ganadero sevillano casado que la perseguía como su propia sombra, y a quien Eugenia rechazaba hacía años, le hizo ver, despechado, que estaba enamorada del capitán Acosta. Eugenia adelgazó, se puso pálida y terminó cayendo en una depresión que la retuvo en casa hasta el punto de hacerle olvidar sus devociones.
Aunque sólo había hablado con ella una vez, también Alejandro se interesó más de lo normal por la viudita. Por tal razón aceptó visitarla con dos amigos comunes.
Aquella misma tarde empezó todo. Alejandro comprendió que estaba realmente preocupado por la salud de Eugenia. De repente descubrió que no quería perder a aquella mujer, por la que sentía algo extraño. Era un sentimiento nuevo, nunca experimentado, y que le acompañaba siempre. Eugenia era muy sensible v estaba demasiado sola, y Alejandro se fue empapando de una vaga compasión y de ese temeroso asombro que produce el deseo en los hombres de cierta edad y que no era más que el nacimiento de una gran pasión. Quizá la última de su vida.
Volvió a verla al día siguiente. Eugenia hizo cuanto pudo por manifestarse ante él con la amable cordialidad que suele dispensarse a los amigos de confianza. Pero él se limitó a escucharla sin tomar en consideración sus banales comentarios, esos que se hacen sobre el tiempo o el último cambio de Gobierno. Oía sus palabras en silencio, sin dejar de retener la mirada huidiza de Eugenia, que decidió afrontar los hechos.
Se había hecho entre los dos un silencio cómplice que los unía por primera vez. Alejandro, comprendió la gravedad de la situación, resolvió salir de aquella casa para siempre.
Se había puesto de pie y se despedía de ella, cuando Eugenia le suplicó casi sin voz:
—No me dejes sola, por Dios. No podría soportarlo.
Ella levantó la cabeza. Tenía los ojos húmedos y sus labios, frescos y suaves, temblaban. Pasando por encima de su propia humillación, repitió:
—No me dejes, Alejandro.
Y se abrazó a él temblando.