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Abajo, en la cámara, la animación iba en aumento. El curaçao que había servido el camarero brillaba en los ojos oscuros de Marta y ardía en las mejillas de Carlos. A Juan, en cambio, se le hizo torrente de carcajadas.
Javier, el agregado, le caía bien. Se lo hizo saber.
—Estás hecho a mi medida.
Javier, bastante más bajo que Juan, se puso de puntillas.
—Nadie lo diría.
—Y en prueba de mi real amistad, te invito a comer en casa.
—Habrá que contar con la venia del capitán.
Subieron la escalera del puente riendo. En la toldilla encontraron a Tito. Iba acompañado por el joven de la chaquetilla estrecha
—¿Qué haces tú aquí? —le preguntó Juan.
El camarero dijo que le había enseñado el barco.
—Ustedes no me conocen. Pero yo soy paisano de ustedes. Hijo de Candelaria, la del horno. Me ha embarcado don Alejandro.
Hizo ademán de que esperaran y desapareció hacia el rancho de popa. Poco después volvía con una jaula dorada.
—Un canario —exclamó Tito.
—Es para ti. Le dices a tu mamá que te lo ha regalado Cosme. Ella me conoce.
En el muelle, abajo, el contramaestre cargaba una camioneta que a Tito le pareció un juguete visto desde el barco. A irnos pocos metros maniobraba un taxi. Carlos bajó la escala de prisa y se metió en él. Agitó una mano a los demás, que también abandonaban el Amanda.
La decisión había sido tomada en el camarote de Alejandro. La gente joven iría delante, en el taxi. A los otros, incluidos Tito y el canario, les acompañaría don Pondo a casa en el «Ford».
Había amainado el viento. Escampaba.