16

Cuando empezaron a cantar el Cara al sol, finalizado el acto, Flora levantó el brazo tímidamente. Se preguntó qué pintaba ella allí, entre aquellos señoritos ociosos, y en aquella incómoda postura. Al salir, Juan le dio las gracias por el gesto.

—No tienes que agradecerme nada —replicó ella vivamente—. Lo he hecho para no hacer el ridi. Y porque me daba miedo. ¡La verdad! Después de oír a ese José Antonio, con tanto puño y tanta pistola, ya me dirás quién es el guapo que se queda sentado.

A Juan se le heló la sonrisa en los labios.

—Nosotros no nos comemos a nadie —dijo fríamente.

—Por si las moscas. ¿Qué hora es?

—Sobra tiempo para tomar una cerveza.

En el bar donde entraron sólo vieron a unos cuantos viejos jugando al mus en la mesa que había junto a la estufa de tiro. Flora se animó al segundo trago de picón. Cuando Juan le preguntó cómo podía gustarle aquello, ella pensó en don Matías.

—A una acaba por gustarle todo —dijo sonriendo—. Vosotros sois diferentes. Más delicados. Finolis.

Rió.

—Si no hay más que mirarte. Un pollo pera. Con tu traje azul marino. ¿Inglés?

—Has acertado. Me lo trajo mi padre de Londres. Es marino. Pero lo tengo tres temporadas. O más.

Sentía la mirada de Flora sobre su persona, paseándola de arriba abajo, como si fuera algo tangible.

Era la corbata. Tan moderna. Nuevecíta. Con ese nudazo tan bien hecho. ¿Qué clase de brillantina usas? ¿O prefieres fijador? Seguro que es «Varón Dandy».

De repente se había roto el encanto. Hora había dejado de ser para Juan la paisana a la que se conoce en extrañas circunstancias y cuyo vago recuerdo se materializa en la plataforma de un tranvía. Ahora tenía frente a sí a una jovencita zafia. Una lerda que, además, estaba podrida de resentimiento.

Hizo ademán de sacar el monedero.

«-Cuando quieras —dijo—, podemos marcharnos. Te acompaño a la parada.

Ella le miró confusa. Un instante. Lo suficiente sin embargo para que Juan descubriera en su mirada una mezcla de vergüenza y de arrepentimiento. Pero en seguida recuperó el tono sarcástico de antes.

—Espera, hombre. Ahora me toca invitar a mí.

Puso los codos sobre d mármol de la mesa, y Juan pudo ver el surco de los pechos.

Flora dijo:

—¿Sabes? Yo tengo más dinero que tu. ¡Leandras! ¡Muchas leandras! Que una, aunque sea una pobre chica de servir, sabe cómo hacer sus ahorrillos. Así que, ya lo sabes. Ahora me toca pagar a mí.

Cuando hubo llamado al camarero, oyó la pregunta de Juan:

—¿Qué te pasa, Florita?

Florita. ¿Cuánto tiempo hacía que nadie la llamaba así? Pensó en su tío Milagros. Incluso le pareció oír su voz: «Florita, Romanones se ha traído otra novia. ¿Vienes al terrado?» Romanones era un palomo ladrón que daba miedo cuando estaba en el rijo, que era siempre. Florita. Su tío Milagros la llamaba así mientras la acariciaba sobre el montón de zuro que había debajo del palomar, entre d arrullo insistente de los machos.

—¿Te molesta que te ñame así?

La voz del tío se había esfumado en d recuerdo de Flora, y ahora era de nuevo la de Juan.

Levantó los ojos hada él. Inquietos. Parpadeantes. Con un azoramiento que en nada recordaba al tono Irónico con que se expresaba momentos antes.

—No. No me molesta. Me recuerda otros tiempos. Eso nada más.

Alzó d vaso que terminaba de ponerle delante del camarero.

—¿Brindamos?

Juan le sujetó la muñeca.

—¿Por qué no me cuentas lo que te pasa?

—Lo que pueda pasarle a una chica como yo no tiene Interés. Además, ¿qué importa? Las cosas son como son y nada más. Una es, ¿cómo lo diría yo? Es como esas burbujitas que bailan en los surtidores. La misma siempre, ¿sabes? Pero es la fuerza del chorro la que parece que esa burbuja sea otra distinta. No me aclaro. Pero sé que me entiendes.

—Tú quieres decir que la persona no cambia. O cambia poco. Que lo que cambia constantemente, sin parar, es lo de fuera. La circunstancia que nos envuelve. Ese torbellino parece que modifica nuestra forma de ser, pero en realidad no hacemos más que amoldarnos. Adecuarnos a ella.

—¡Cabal! Hablas como un libro abierto.

—Y la adecuación no presupone necesariamente que seamos mejores o peores.

—¡Fetén!

Él le tomó una mano. Era una mano triste, avergonzada de su rojez, de sus dedos deformes, de la piel tirante de sus sabañones amoratados. Entonces, sin que él se lo pidiera, Flora contó su historia. Una historia vulgar, como la de la mayoría de las chicas que abandonaban el pueblo para ponerse a servir en la capital. Vulgar y abyecta. Lastimosamente abyecta. Como en casi todas también, había un señor o un señorito. Era d violador. La persona importante que cuenta con sus amistades. Que se mueve en su ambiente como el pez en el agua. Si no habla suerte y la chica de servido se quedaba embarazada, venía el despido. Luego, la Maternidad, la inclusa para el crío, la lucha por la vida en cualquier esquina o en una casa de Tudescos, de Ceres, de Hornos de la Mata. Hasta que la sífilis ponía punto final a la historia.

En el caso de Flora, el primero fue don Julián.

—Un buen hombre, no vayas a creer. Con escrúpulos, porque era un beato.

A medida que iba contando lo que le pasó, revivía la historia. Sucedió a las pocas semanas de entrar en aquella casa de la calle del Príncipe. Una casa con baño, no como las del corredor, que sólo contaban con un mal retrete en cada piso para treinta familias. Don Julián era abogado y se dedicaba a la administración de fincas urbanas. Cuarentón de buen ver.

—Yo creo que se trastornó. No me perdía de vista. Adonde volviera los ojos, allí estaban los del señor. Mirándome. Pero, ¿cómo te lo diría yo? Asustado. Como no tenía niños y la señora se pasaba las tardes en sus cosas, que si el ropero de los pobres, las novenas, que terminaba una y en seguida empezaba la otra, pues él se venía a casa. Decía siempre: «¡Ay, que se me ha olvidado la estilográfica!» O unos papeles. Entonces me buscaba.

Al principio ella fingía ignorarlo. El juego era excitante, entre otras cosas porque don Julián era tímido.

—La verdad es que a veces me gustaba hacerlo rabiar. Mira, la señora me dio el uniforme de la chica anterior. Pero me venia estrecho. Y cortito. Por aquí, un palmo sobre las rodillas. Pues yo iba y me ponía a fregar d pasillo. El señor, el pobre sudaba. ¡Te lo prometo!

Una tarde, mediado el mes de abril, don Julián la abrazó en la cocina.

—Hada mucho tiempo que nadie me había puesto la mano encima. Pero no por lo que te figuras, no. No sé. Por un cariño. ¿Me comprendes? A veces, en casa, pues eso. Hay un contacto, un calor humano. Bueno. Pues que va y me entran unas ganas de llorar, que ni pude aguantarme las lágrimas. Si hubieras visto cómo se puso el señor. Hasta se arrodilló y me pidió perdón.

A Flora le parecía estar viendo a don Julián. Pálido. Desencajado. Le suplicó que le perdonara, pero que no podía quitársela de la cabeza. Cuando él se echó a llorar, la abrazó por la cintura y apoyó la cabeza en el vientre de ella. Flora no supo por qué lo hizo. Pero acarició la cabeza de don Julián. En seguida sintió las manos de él sobre su carne desnuda, bajo la falda.

—Me dio lástima. O no sé qué. Estuvimos así un buen rato, hasta que el señor me lo pidió. Le dije que no. De ninguna manera. Entonces él...

Don Julián parecía haber perdido d juicio. Insultó a Flora y la arrastró hasta el dormitorio de matrimonio. Cayó sobre ella sin saber exactamente lo que hada. Peto ella se había quedado muy quieta, helada. Le dejó hacer.

—Cuando vi la sangre empecé a llorar como una Magdalena. Y él. «Por Dios te lo pido. Haz lo que quieras. Denúnciame. Pégame. Grita. Pero no llores, Flora. No puedo verte así.» Yo creo que se había enamorado de mí. Más tarde, cuando ya me quedé así, más tranquila, él me pidió que me desnudara. En cueros.

—Lo hiciste, claro.

—¿Cómo lo sabes? Lo más chocante es que, después de verme desnuda, el señor me pidió que me fuera. Fue él mismo quien me buscó casa. Me regaló den duros. Como no venía a buscarme, me presenté en su despacho. Pero no quiso que siguiéramos viéndonos. ¡Qué raros, los hombres! ¿Eh?

—¿Estás enamorada de él?

Flora rió.

—¡Huy, qué va!

Jugaba distraídamente con la chapa del botellín de cerveza. Le daba arriba y abajo, presionaba sobre sus aristas hasta sentir la punzada en la yema de los dedo» sin dejar de mirarlo obsesivamente.

—¿Estás segura de que no quieres a tu don Julián?

—Y tan segura.

Flora levantó la vista de la chapa y le miró con fijeza.

—Yo de quien estoy enamorada es de mi tío Milagros.

En seguida se levantó y se abrochó el abrigo nerviosamente.

—Ahora sí que tengo que irme —dijo.

El la acompañó a la parada del tranvía.

—Supongo que nos veremos alguna vez —dijo Juan.

—Si quieres, puedes preguntar por mí a la portera. En Claudio Coello. El 30, primero. Los jueves por la tarde, claro. O los domingos.

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