19
Un cerramiento de hierro separaba el patio enlosado de la silenciosa calleja Sofía creía caminar hacia un mundo de paz mientras avanzaba entre las paredes de aquel jardín irrepetible, con macizos de rosales bien cuidados, begonias, lilas, nardos, alhelíes y lirios; con arbustos de fucsia, de jazmín y adelfas, y serpeando en la pared, la presencia tentacular de los tallos de hiedra; con un tilo cerca de la puerta, dos severos apreses uno a cada parte del soportal, y jóvenes castaños de Indias formando guardia a lo largó de lo que debió ser abrevadero para los caballos del señor.
Torroellas había hecho un gesto con la mano, y el vale/ que le esperaba en la puerta había desaparecido.
«-En verano florece todo. Ese espacio de ahí son macizos de violetas. En las noches de agosto, el aroma de jazmín es tan intenso que acaba por marear. Eso que cuentan las novelas góticas de que el jazmín enervaba las fuerzas de la damisela enamorada y le hacía perder el sentido en brazos de su amante, no es ninguna exageración. Las Bronte sabían lo que se decían.»
Sofía había reído.
«-Y los picaros amantes sabían lo que se hacían.
»—¿Cree usted, de verdad, que ellas estaban en la inopia, como suele decirse?
»—¡Ah!
La puerta, no muy grande, conservaba los mismos herrajes góticos, cuidadosamente restaurados. Dos escalones de piedra granítica, bruñida, daban acceso a una pieza cuadrada de paredes desnudas, sobriamente amueblada con un arcón de cuarterones, varias sillas de anea y una mesa de pie con tablero circular taraceado. Se pasaba luego a una gran sala, con chimenea de campana al fondo y varios tresillos de piel caprichosamente situados alrededor de las mesas. Óleos de primitivos catalanes decoraban las desnudas paredes de piedra. Sobre el manto de la chimenea se veía un San Jorge de dudoso gusto.
Sofía no había podido reprimir una exclamación de sorpresa.
«¡Pero si ese San Jordi es usted! Tiene sus facciones.
»—Es mi hijo. Tuvo esa extraña humorada y colgó ese adefesio ahí. Lo quitaremos un día de éstos.
»—La verdad es que me ha sorprendido que esto pudiera ser cosa suya.»
En seguida comprendió que se había excedido en la apreciación, por lo que se había disculpado.
«-Perdone. No ha sido mi intención dejar a su hijo en mal lugar.»
Él había reído.
«-No se preocupe, Sofía. De quedar en mal lugar se encarga él solito. Sólo piensa en divertirse. Ahora mismo me he enterado que anda con una starlette de esas que salen tan fresquitas en Play-Boy. ¿Qué puedo hacer yo?
»—Lo siento.
»—Son los inconvenientes de tener un padre millonario. Yo nunca lo tuve. Mi padre fue un fabricante gris. El típico señor Esteve. Ya me entiende.»
Después de pasar por varios corredores estrechos y abovedados, como si fueran túneles, Torroellas le enseñó el salón. Era bastante grande, y conservaba las arcadas góticas en perfecto estado. Dos arañas de cristal de Bohemia colgaban del techo.
«-Las adquirí de un anticuario. Estaban en uno de los palacios de la calle Monteada. En el barrio de Ribera. Donde está ahora el museo Picasso y el de Indumentaria. No lejos de éste.
»—Me imagino que estará usted orgulloso. En cierto modo, todo esto que hace pertenece al mundo de la creación. Le da a usted una cierta calidad de artista.»
Torroellas cogió una figura que había sobre el mármol rosa de una consola rococó y la puso en las manos de Sofía. Representaba una pastora joven en actitud de saltar sobre las piedras de un río, y tenía toda la ligereza alada y vital de la juventud. Como se remangaba la falda, ahuecada y amplia, enseñaba un tobillo. El generoso escote permitía ver el nacimiento de los senos y descubría la espalda.
«-Acépteme este sencillo recuerdo. Es porcelana de Sèvres.
»—No sé si debo. Es un regalo costoso.
»—Se lo ruego.»
Había cogido sus manos, y Sofía sintió la tibieza de las de Torroellas. Le pareció que temblaban ligeramente.
«-Gracias. Nunca sabré cómo agradecerle sus atenciones. Nunca.»