I
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Juan Antonio Llauder no llegó a oír la ráfaga. Cayó sobre el volante con la cabeza destrozada en el instante preciso en que apretaba el pedal del freno. Tampoco su madre, que dormitaba en el asiento trasero, parecía haberse dado cuenta de la tragedia cuando llegó corriendo el número de la Guardia Civil.
La luz de la linterna la deslumbró.
—¿Qué ha pasado, Juanito? ¿Estás bien?
Estaba aturdida cuando el guardia la sacó del vehículo, un «Seat-131» pintado de azul. María Dolores se revolvió contra el guardia:
—¡Quíteme las manos de encima y dígame qué ha pasado! Hable. Diga algo. ¡Juanito!
Entre la danza de luces y sombras le pareció ver a su hijo caído sobre el volante. Los faros del vehículo que avanzaba despacio por el arcén hacían brillar sobre el firme minúsculos fragmentos de vidrio astillado. Dolores Llauder comprendió entonces que algo grave había sucedido. Llamó a su hijo con voz desgarrada, luchando por deshacerse del guardia que la arrastraba hacia el otro coche. Pensó lo peor cuando el joven cabo la informó que el hijo estaba malherido.
—Comprenda, señora. No ha respetado el control. Le hemos dado el alto tres veces. Por favor, su documentación.
Dolores Llauder abrió la boca en un gesto de estupor, entornó los ojos y ladeó la cabeza sobre el hombro derecho. El cabo apretó las mandíbulas aprensivo, y con su propio pañuelo quitó un fragmento de masa encefálica pegada a la frente de Dolores. Luego dio orden de emprender la marcha.