APASIONAMIENTO Y VIOLENCIA

1

La oradora que hacía uso de la palabra no aparentaba más de veinte años. Era espigada, rubia de piel traslúcida, y vestía una blusa camisera roja. Se expresaba con facilidad y desenvoltura.

Tras la pausa que terminaba de hacer sintetizó con voz vibrante el contenido de su discurso: «El Frente Popular pide la Reforma Agraria para redimir al campesino de la esclavitud de la tierra; pide que se ordene adecuadamente la producción industrial; pide acabar con el analfabetismo y que llegue la sanidad a todos los hogares de los trabajadores; pide jornales que permitan vivir con dignidad al obrero. El Frente Popular exige el restablecimiento de las garantías constitucionales, el orden ciudadano y el exterminio de las bandas fascistas. ¡Recordad a la carnerada Juanita Rico! El Frente Popular exige, y esta exigencia suya la hace apretando los puños con rabia, una amnistía general que comprenda cualquier clase de delito, así como la incorporación inmediata de los amnistiados a sus antiguos puestos de trabajo.»

En la única nave del almacén de la funeraria había un centenar de personas. Aunque predominaban los jóvenes, muchos de ellos vistiendo camisas rojas o con pañuelos del mismo color atados al cuello, con las puntas del nudo bien visibles, abundaban las personas de edad. Eran hombres rudos de aspecto cansado. En su expresión, entre grave y taciturna, se mezclaba el ensimismamiento con el esfuerzo que comprender. Estaban casi todos sin afeitar y abundaban los bigotes grandes y todos de guías caídas. Vestían amplias blusas de dril, chaquetas ajustadas con pañuelo blanco bajo el cuello y usaban viejos pantalones de pana o de paño burdo. Excepto alguna zapatilla de franela con suela de goma, todos calzaban alpargatas. Mezcladas entre ellos se veía alguna mujer Encogidas, como replegadas sobre sí mismas, más a causa de un oscuro temor que al frío de la nave, cruzaban las manos sobre la falda y recogían las piernas en actitud medrosa bajo el asiento de la silla traída de su casa. Eran sombras silenciosas vestidas de ropones oscuros, deformados. Se abrigaban con toquillas, con enormes bufandas de punto y, algunas, cubrían sus cabezas con negros pañuelos de pita anudados bajo la barbilla.

La joven oradora, que seguía de pie sobre una improvisada tarima hecha con ataúdes sin barnizar, cogió un periódico de una silla que tenía al lado.

«No tenemos miedo a los fascistas —siguió diciendo—. No nos asustan sus bravatas. Pero no hay que olvidar que existen. Que están ahí. En cualquier parte. Y que van a hacer todo lo posible para impedir la victoria del Frente Popular en estas elecciones históricas, porque van a dar la victoria a los trabajadores.»

Había abierto el periódico y buscaba la luz de una bombilla que colgaba del techo.

Siguió diciendo: «Para que veáis las intenciones de nuestros enemigos, voy a leeros parte de un discurso de Calvo Sotelo. Es del doce de enero. Hace un par de semanas. Dice nuestro eminente reaccionario. El meapilas. "Se predica por algunos la obediencia a la legalidad republicana vigente; mas cuando la legalidad se emplea contra la Patria —¿no os hace mucha gracia lo de Patria? Patria quiere decir ellos mismos, los ricos, los burgueses, los curas—, y es conculcada en las alturas, no es que sobre la obediencia, es que se impone la desobediencia —fijaos lo que dice; y cómo va a justificarlo, con qué sacristanescos argumentos—, conforme a nuestra doctrina católica desde santo Tomás al padre Mariana.»

Avanzó un paso y reclamó la atención de sus oyentes Leyó: «"No faltará quien sorprenda en estas palabras una invocación indirecta a la fuerza. Pues bien, sí, la hay. —Está pidiendo ayuda a Franco, a Fanjul y Goded, esos generales fascistas—. Una gran parte del pueblo español, desdichadamente una gran parte, piensa en la fuerza para implantar el imperio de la barbarie y la anarquía." —Éstos de la barbarie y la anarquía somos nosotros. (Murmullos de protesta, un silbido, la voz bronca de un hombre: ¡Cornucopia1") "Su fe y su ilusión es la fuerza proletaria primero y la dictadura después. Pues bien, para que la sociedad realice una defensa eficaz, necesita también apelar a la fuerza. ¿A cuál?" —Ahora es cuando el cornucopio declara sus verdaderas intenciones. Fijaos—. "A la orgánica, a la fuerza militar puesta al servicio del Estado."» La oradora se cruzó de brazos y dijo con voz tonante muy clara: «O sea, que Su Señoría, el Excelentísimo Señor Don José Calvo Sotelo, pide al Ejército al servicio del Estado, que es la República, que se subleve contra ese Estado, es decir, que se subleve contra la República a la que sirve. ¿Para eso ha estudiado tantos años el señor Calvo Sotelo? Cualquier gobierno decente, cualquiera que no fuera el monárquico de Pórtela Valladares, habría pedido el procesamiento de este carca o lo habría puesto el otro lado de la frontera.

»Pero voy a seguir leyendo. Porque lo mejor viene ahora. Escuchad: "El Ejército es la nación en armas, y la nación el ejército de la paz. No creo que cuando un pueblo, como España ahora, se diluye en el detritus de la ignominia y padece la ulceración de los peores fermentos — ¡Vaya cursiladas que se gasta el tipo! (mas)—, pueda ser fórmula eficaz para sanearlo, depurarlo y vivificarlo, la apelación al sufragio inorgánico, tan lleno en sus entrañas de yerros e imperfecciones. Pretender eso es tan absurdo como pretender que a un cadáver le resuciten los propios gusanos que lo devoran. Los pueblos que cada dos o tres años discuten su existencia, su tradición, sus instituciones fundamentales, no pueden prosperar. Viven predestinados a la indigencia. Por eso hemos de procurar a toda costa que estas elecciones sean las últimas. Lo serán si triunfan las izquierdas, ya lo dicen ellas sin rebozo. Pues hagan lo mismo las derechas hasta que, saneados el ambiente y el sistema, sea factible la apelación al sufragio.

»¡Saneados el ambiente y sistema! ¿Sabéis lo que significan estas palabras? ¿Os habéis parado a pensar lo que harían con nuestras cabezas estos "saneadores"? ¡Cortarlas! ¡A miles! ¡A millones! De esa forma, las que quedaran sobre los hombros no se atreverían a protestar ante la explotación a que serían sometidos sus dueños. En las tierras donde cavaran, en las fábricas donde trabajaran, en las minas donde se dejaran la vida. Y para evitar esto es por lo que tenemos que apoyar al Frente Popular. Que es el de los trabajadores, el de los parias, el de los desheredados, contra el fantasma asesino de ese Frente Nacional de las derechas. Contra el fascismo español de los falangistas, señoritos de cuello duro. Tan duro como el corazón, si es que lo tienen.»

La oradora terminó su discurso pidiendo el voto para el Partido Comunista, «el único que jamás pactará —gritó— con nadie. El que defenderá los derechos del trabajador en el Parlamento con mayor fe en el futuro marxista y revolucionario que conduzca al obrero al verdadero reino de la libertad».

Cuando la oradora saltó ágilmente al suelo desde los ataúdes, le brillaban los ojos. Levantó el brazo izquierdo con el puño fuertemente apretado. Una crispación. Luego pidió a los de las primeras filas que dejaran de aplaudir y entonó las estrofas de La internacional.

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