14
A las siete de la mañana llegó Cosme, el marmitón. Traía la nariz roja como un pimiento y los dedos amoratados, deformes.
Beatriz le llamó a la cocina.
—¿Hace frío?
—Un poco. Pero del puerto aquí, andando, se hiela uno.
—¿Vienes a pie desde El Grao?
—Hay huelga de tranvías.
En el comedor se oía el repique de los cubiertos sobre los platos. Era Marta, que preparaba el servicio de los desayunos. Estaba ojerosa y parecía cansada.
Juan y Carlos discutían en el cuarto de baño. Pero no gritaban. Hablaban en voz baja y gesticulaban para no ser oídos por el padre, que en aquel momento se ponía los finos tirantes en la alcoba.
Alejandro miró a su alrededor. Tomó del cajón de la mesa de noche una abultada cartera con documentos, que guardó cuidadosamente en el bolsillo interior del chaleco. Luego se acercó al balcón. Llevaba la americana en la mano, a la que examinó detenidamente por si tenía alguna pequeña mancha. Luego echó una ojeada al lustre de los zapatos. Negros de puntera afilada y empeine redondo con minúsculos círculos taladrados en la tira de piel.
El desayuno es triste. Tito sonríe porque se ha prometido no llorar delante de los demás. A su espalda, sobre el respaldo de la silla, le espera la cartera del colegio. Carlos empieza un chiste de ladrones que no termina porque nadie le hace caso. Alejandro parece haber olvidado a los hijos y a la mujer. Ahora pregunta a Cosme. Un bombardeo de preguntas. Rápidas, concisas. Tito observa de reojo al padre, que sólo ha tomado una taza de café, y presiente que ya no está allí sino en el barco.
Alejandro se levanta. Palpa los bolsillos de la americana en busca del tabaco.
—Lo habré olvidado en el dormitorio —dice.
Carlos se levanta de la mesa y sale disparado. Cuando vuelve deja la petaca junto al servicio del padre. Alejandro lía pausadamente el cigarrillo de la despedida.
Dos chorros de humo muy blanco se escapan de su nariz. Alejandro estira el cuello un poco nervioso o quizá porque el gemelo de oro se le ha incrustado en la carne. Comprueba la simetría de los puños almidonados. Sonríe a sus hijos. Mira a Cosme.
—¿Nos vamos?
—El taxi espera.
La despedida es corta. El beso a los hijos, el abrazo a la mujer, el último vistazo a la casa. El humo del cigarro en la boca parece el único responsable de una lágrima furtiva.
—Te escribiré desde Palamós. Vamos con nitrato.
Enfrente de él, en círculo, quedan Beatriz, Marta, Carlos y Tito. Cosme pide permiso para pasar. Lleva dos grandes maletas. En el rellano se para.
—Cuida bien al canario —le dice a Tito. Y empieza a bajar.
Juan se pone la trinchera y ayuda al padre a meter los brazos en las mangas del abrigo. Luego desaparece por la escalera, detrás del padre.
Juan es el mayor y le acompaña al barco como siempre.