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Mientras estuvo en el pueblo, en el mes de mayo, Juan tuvo ocasión de comprobar por sí mismo la actividad que desplegaban los dirigentes de los partidos políticos de la izquierda para acelerar la marcha del progreso cultural. Lo demás, lo que se estaba fraguando en la sombra, parecía no importarles demasiado.
Los proyectos se amontonaban en la mesa de despacho de Martín, el alcalde socialista. Uno de ellos, consistente en derribar el edificio de las dependencias del Juzgado y las cárceles, y el paredaño a él, que era un convento de agustinos, a fin de sacar de allí la carretera general y desviarla por detrás del pueblo, tropezó con la oposición de las fuerzas reaccionarias.
Durante unos días no se habló de otra cosa. Juan, que procuraba no hacerse demasiado visible, fue invitado por el comandante de Marina, amigo personal de Alejandro. En seguida que vio a los viejos Cabanes allí comprendió que la invitación sobrepasaba los límites de la amistad o la simple cortesía.
En principio, se trataba de que firmara un documento dirigido al alcalde, en el que se pedía la anulación del proyecto municipal de la nueva carretera, ya que la obra suponía el derribo del convento, propiedad de una congregación por la que el pueblo sentía un especial afecto y con cuyos intereses espirituales se identificaba. El documento, una simple carta, iba acompañado de varios centenares de firmas, a las que Juan añadiría la suya.
En seguida se animó la conversación. El más viejo de los Cabanes preguntó a Juan que se decía por Madrid a propósito del nombramiento de Azaña como Presidente de la República. Aventuró:
—Usted debe de saber que a ciertos sectores les ha sentado muy mal.
—A los militares, claro.
Don Roberto Bes, el comandante de Marina, añadió:
—Y a los católicos. No olvidemos esto, que es muy importante. La República se ha enemistado de golpe con las dos fuerzas más poderosas del país: el Ejército y la Iglesia. Poco durará.
—Lo que no me explico es cómo ha nombrado a Casares Quiroga presidente del Gobierno —dijo Cabanes—. Después de lo de Jaca, la verdad, no lo esperaba. Ni que el tai Casares se reservara la cartera de Guerra. ¿Qué entiende él de eso?
Don Ricardo Bes puntualizó:
—Eso es cosa de Azaña. Lo de los militares lo lleva él. Casares es la tapadera.
Se volvió hacia Juan.
—¿Usted no ha oído nada sobre un levantamiento que se prepara? be lo pregunto porque yo tengo un compañero de promoción en el Ministerio de Marina, en Madrid, y dice que la cosa está muy adelantada. ¿Qué haría José Antonio si el levantamiento llegara a cuajar?
Juan se encogió de hombros.
—De momento, estamos desarticulados. O casi. Ya saben que él está en la cárcel.
Y varios miembros de la Junta Política. Pero opino, personalmente, que la revolución de José Antonio no tiene nada que ver con los levantamientos de los militares. Lo de la Falange es una doctrina, un credo político.
En la sombra, repantigado en un sillón de orejas y fumando apaciblemente un habano, el más joven de los Cabanes opinó que España no estaba como para ensayar revoluciones.
—Es cuestión de opiniones —se limitó a comentar Juan.
Flotaba algo extraño en el ambiente. Juan creía ver unas veces en aquellas personas que le observaban a las fieras que se agrupan en manada para cortar la retirada de la presa y acorralarla. Pero en otras ocasiones le parecía entender que lo que les unía era el miedo.
—Pues si pasara algo —dijo Luis Cabanes—, aquí nos cogían a todos como corderitos; Yo no sé si tengo un par de escopetas viejas en casa. Y tendría muy poca gracia, digo yo, que estos bárbaros nos rebanaran el pescuezo aprovechando cualquier desatino de los militares.
—Pues ese desatino vendrá —replicó su hermano—. Es más, tiene que venir. Cuanto antes, mejor.
Don Roberto Bes opinó que no lo veía tan claro.
—Los militares de la UME están muy vigilados. Ya veis lo que ha hecho el Gobierno con Varela. Enviarlo a Cádiz. Y a Orgaz lo ha destinado a Canarias. Un destierro muy elegante. Del resto de los generales sospechosos ya dará buena cuenta. Azaña no tiene un pelo de tonto.
Juan no ignoraba que el más peligroso de los generales era Mola. En Madrid le habían llegado noticias de que desde el fracaso de la sublevación del diecinueve de abril, este general, que estaba al mando de la División Orgánica de Navarra, había empezado a moverse. Se sabía también que el veinticinco de aquel mismo mes había cursado una circular a los mandos comprometidos instándoles a «organizarse para la rebeldía». Pero Juan se había hecho el propósito de no soltar prenda delante de aquellos hombres, que no le inspiraban ninguna confianza.
Luis Cabanes dijo:
—Tenemos idea de la existencia de un Director. Ahora, quién se oculta detrás de ese falso nombre es algo que todavía no sabemos. —Miró a Juan—. ¿Tú sabes algo de esto?
—Ni palabra.
Había oscurecido, y en el pequeño despacho se amontonaban las sombras en los rincones. Olía fuertemente a tabaco, y don Roberto entreabrió el balcón.
—Ahí está —dijo alternativamente a los Cabañes—. Ese chico no me deja a sol ni sombra. Yo me pregunto qué diablos querrá y quién lo envía. Porque seguro que se trata de un partido. O de una sindical. Yo sospecho si serán los de la CNT. No se fían ni de su padre. En el congreso último, el que han celebrado ahora en Zaragoza, denuncian el golpe militar. Lo dan por seguro.
Don Roberto se encogió de hombros.
—Veremos a ver qué pasa.
Entonces el mayor de los Cabanes se levantó.
—¡No podemos resignarnos así! Esperar a ver qué pasa es suicida. O nos largamos del pueblo cuanto antes, o nos preparamos.
Miró a Juan.
—Vamos a suponer que hay un levantamiento. Pongamos que fracasa. Esta gente nos haría picadillo. Eso es evidente. Nos acusarían de conspirar. Bastaría el testimonio de ese infeliz que nos espía desde la calle. Nos acusarían de lo que fuera, y acabarían con nosotros por la sencilla razón de que les estorbamos.
Hizo una pausa.
—Sigamos con las suposiciones. Si el movimiento triunfa, es lógico pensar que mientras avancen las columnas, pongamos por caso la guarnición de Alicante, y liquida la resistencia en los pueblos, tengamos que defendernos en nuestras casas. Y yo me pregunto. ¿Con qué diablos podríamos organizar una defensa que nos permitiera resistir unas horas? Aquí hay unos pocos números de la Guardia Civil. Y son hombres mayores que no quieren jaleos. ¿Quién defendería nuestras vidas? ¿Con qué armas contamos para hacerlo nosotros?
Se había plantado frente a Juan con las piernas abiertas, y le miraba con insistencia.
Juan dijo:
—Me parece que sé lo que está pensando.
—¡Pues, acabemos rediez!
En aquel momento, don Roberto Bes acababa de encender la luz. Juan pudo ver el temblor de ira que hacía hormiguear los labios del mayor de los Cabanes.
—Usted se equivoca, señor —replicó fríamente—. La Falange no tiene armas. Ni asesina a nadie por las calles. Eso son calumnias de la Prensa canallesca. ¿O es que ustedes creen que tenemos un arsenal en cada pueblo de España?
—Te las pagaremos bien. ¡Puedes poner el precio tú mismo! Sería dinero fresco. Y abundante. Y el dinero no sobra nunca.
Don Roberto Bes le rogó que bajara la voz. Luego explicó a Juan que él no quería intervenir en aquel asunto.
—Hasta el momento, soy un funcionario de la República. Y no quiero complicaciones.
Juan estaba desconcertado. Se dirigió a Alfredo Cabanes:
—Usted no sabe lo que dice. Y no lo sabe porque está asustado. Tiene miedo, señor. Teme que le quiten sus tierras y, más aún, que le quiten de en medio.
Se levantó. Estaba indignado, y se apretaba nerviosamente el nudo de la corbata.
—Usted es un cobarde —le escupió a la cara.
El otro retrocedió. Se había puesto muy pálido.
—¡No te lo tolero, mocoso!
Tuvo que intervenir don Roberto Bes, que se interpuso entre los contendientes.
—¡Están ustedes en mi casa!
Luis Gabanes, que había presenciado la escena sin perder la calma, se levantó y cogió a su hermano del brazo Dijo:
—Anda, vámonos a casa. Es tarde.
Pero Juan se les adelantó. Cogió la puerta y salió del despacho sin despedirse. El aire fresco que le dio en la cara lo serenó un poco. Tenía la boca seca y los pulsos acelerados. Se metió en el bar que había enfrente de la casa de don Roberto y pidió una cerveza fría. El del mostrador, un muchachote robusto de facciones acusadas, le miró sin pestañear.
—¿No me has oído? Quiero una cerveza. Muy fría. El otro dijo:
—Aquí no servimos a los fascistas.
Nervioso como estaba, Juan se agarró al mármol del mostrador, dispuesto a saltar sobre el camarero. Pero éste había cogido una botella por el cuello y le hacía señas de
que se marchara.
Juan abandonó el bar. No se dio cuenta de que le seguían.