9

Cruzaron un amplio espacio sin urbanizar que ascendía gradualmente hasta una calle sin tráfico. Niños de corta edad corrían detrás de una pelota de goma. Tenían las caras encendidas. Resoplaban. María Dolores dijo que los niños eran una bendición.

Preguntó:

—¿Tú cuántos tienes? ¿Dos o tres? No me acuerdo.

—Tres. Pero ya no son niños. La menor hace COU. Letras.

Alejandro desandaba el camino de su vida. Casi medio siglo antes, la señora que se apoyaba ahora pesadamente en su brazo era una adolescente espigada y él era un niño de unos siete años. Seguramente cuando lo veía en el portal, o coincidían en la calle de Zapateros, le habría sonreído. Quizás él adivinara en sus ojos una pregunta que los labios no se habían atrevido a formular: «¿Y tu hermano Juan?» Cabía incluso que alguna vez le regalaran caramelos. Pero él no recordaba absolutamente nada. ¿Qué había pasado desde entonces en el país? Alejandro levantó la vista al cielo. Había caído la Monarquía y se había proclamado la República Vino luego un tiempo confuso y, finalmente, la guerra. La paz del franquismo había caído sobre los vencidos como una pesada losa de silencio. Años interminables, monótonos, grises. Años de grandilocuencia, de tópicos patrioteros bajo los que se ocultaba la persecución y la muerte. Por último, el tránsito a la democracia. El círculo se estaba cerrando.

Los niños vociferaban disputándose la pelota con un entusiasmo que era más bien ira. Los niños crecerían igual que había crecido él y seguirían disputándose la posesión de algo, que no sería precisamente una pelota, y seguirían haciéndolo con ira. Como siempre. Alejandro pensó que el destino de las generaciones era luchar sorda o abiertamente para quitarse un balón de los pies primero y, más tarde, algo mucho más importante.

La cafetería en la que entraron estaba desierta. El hombre que había detrás de la barra escuchaba el transistor. Bajó el volumen y se acercó a ellos con cierta desgana. Era bajo, de mediana edad, macizo de carnes apretadas. Tenía una nube en el ojo derecho. El hombre preguntó qué deseaban tomar. Mientras pasaba un trapo húmedo sobre el railite verde de la mesa, dijo que la gente estaba loca.

—Ya se han cargado a otro —aclaró—. Un militar. Y me parece que es un pez gordo.

Alejandro levantó la vista hada el camarero.

—¿Dónde ha sido?

—Aquí, en Madrid. No recuerdo en qué calle han dicho. Salía de su casa y allí mito, en la acera, lo han ametrallado. Su mujer lo ha visto todo. Ya me dirá vamos a parar. Todo son atracos, robos, secuestros, muertes. Mire usted, aquí ahí enfrente en el súper, hace dos días limpiaron la caja. Nada, dos chavales jóvenes.

Se metieron ahí sobre las seis de la tarde y delante del publico se llevaron la recaudación. Con que ya me dirá.

Alejandro cambio una mirada de inquietud con María Dolores. Esta dijo que los atentados contra los militares llevaban en signo de la derecha ultra.

—Es una vieja táctica de provocación. No creo que a ningún partido de la izquierda le interese la eliminación de un militar. Si alguien ataca a los militares es para que reaccionen violentamente. Los fascistas saben que es la única forma de que aparezca un salvador de la Patria.

Gente residual, o automarginados, difíciles de controlar. Y está la ETA-militar. Aunque tampoco puede excluirse la posibilidad de que sean los ultras. Esa gente es capaz de todo«

Hablaron del momento político y del vado de poder que, a juicio de María Dolores, tenía so origen en un régimen monárquico sin arraigo popular.

—Esta absurda Monarquía nació muerta —dijo—. Mi hijo lo decía. El Rey, eran sus palabras, ha entrado en la Historia de España por una gatera y a saber cómo saldrá. Con un pueblo no se puede jugar. El pueblo no siempre ve con claridad la historia que está viviendo. Pero en el momento en que se dé cuenta de que ha sido engañado y que el nuevo Estado no tiene un verdadero interés en mejorar su situación haciéndolo protagonista y beneficiario directo, sino que vuelve a cavar el foso que separa a los poderosos de los miserables, a ahondarlo, no habrá quien lo pare. Volveremos a lo de antes.

»Te advierto que en la República pasó tres cuartos de lo mismo. Y eso que aquél fue un Régimen salido de las urnas. No corno la Monarquía, que es franquista. Los Gobiernos republicanos no se acordaron del trabajador. ¡Para nada! A los más infelices, aquellos de Fígols por ejemplo, o a los anarquistas andaluces, que eran unos pobres diablos, el Gobierno de los trabajadores los masacró. Lo que sucedió después se veía venir. Yo estaba entonces en Madrid y lo viví todo muy de cerca. Cuando los militares se sublevaron en el treinta y seis, el Gobierno republicano era poco menos que un cero a la izquierda. Los que de hecho detentaban el poder, sobre todo en la calle, eran los partidos de izquierda y las centrales sindicales. La República burguesa tuvo que ceder ante el pueblo armado, que seguía desconfiando de ella. ¡Cuánta sangre ha visto correr una!

Inesperadamente María Dolores se desmoronó. Al temblor nervioso de sus labios siguió un sollozo ahogado. Después lloró convulsivamente. Gemía con desconsuelo, sin que él pañuelo que se había metido en la boca ahogara sus gritos.

El de la barra corrió hacía la mesa de Alejandro con un frasco en la mano.

Es agua de azahar —explicó—. Ya ve. Tengo el establecimiento al ladito de Pompas Fúnebres, y mi mujer compró esto porque a muchos dientes les pasa lo que a la señora. A veces, los familiares del difunto vienen a tomar algo. Como ustedes.

—Es usted muy amable —repuso Alejandro.

Pero María Dolores se recuperó por sus propios medios. Tenía la cara congestionada, bañada en lágrimas, y las manos húmedas. Un hilillo oscuro se escurría del lagrimal derecho Alejandro lo limpió con su pañuelo. Entonces ella cogió su mano y se la llevó a los labios en un brusco movimiento nervioso.

—Si tú supieras lo que habría dado yo para que fuerais mi familia. ¿No ves que nunca he tenido a nadie? Toda la vida preguntándome por qué diablos no me aceptasteis. Bueno, vosotros los jóvenes no. Tus padres. ¿Por qué esa manía de clases? No fueren justos, no. Juan y yo nos queríamos. Yo era el carácter que le faltaba a él. En circunstancias normales, habría hecho de él un hombre de provecho. Y lo quería ciegamente. Ninguna mujer hubiera querido a Juan como yo. Con tanto desinterés.

Hizo una larga pausa, como si estuviera meditando lo que iba a decir.

—¿Sabes lo que me pasó con tu hermano Carlos?

—No del todo.

—Cuando le nombraron Gobernador de Málaga fui a verlo. Me echó a cejas destempladas, Me dijo que no roe conocía. ¡Fíjate! Con la de veces que nos habíamos visto en k vida. Y cuando viniste tú a Málaga, por aquello de la conferencia, no pude evitar la tentación de ir a verte. Tu hermano me hablaba mucho de ti. Tito. Estaba preocupado. Decía que tú eras diferente a los demás hermanos. Que soñaba despierto

—¿Por qué tu hijo no quiso nunca saber nada de nosotros?

—Tenía mucha dignidad. No queda que le contara cosas vuestras. Intimidades de la familia que yo sabía por tu hermano. Se negaba a escucharme. Sin embargo, a su padre lo quería. Respetaba su memoria.

Alejandro se levantó.

—Perdona, pero he de hacer una llamada. Será un momento.

—Sí, hijo.

Corno si adivinara la conversación que en aquel momento sostenía con María Dolores, Carlos insistía en que no creyera ni una sola palabra de lo que decía. «Es una —gritaba por teléfono—. Tú no la conoces, porque entonces no tenías edad para esterarte de nada. Pero te juro que es una resentida. Un mal bicho. Lo suyo son insidias. Maquinaciones para vengarse de nosotros.» Carlos terminó diciéndole que le esperaba a almorzar en «José Luis».

Poco después Alejandro se disculpaba con María Dolores.

—Tengo que irme. Y de verdad lo siento mucho.

Ella le miró entre decepcionada e inquieta.

—¿A Barcelona ya?

—'Todavía no. Te veré esta tarde en el hotel. A última hora.

La mirada de María Dolores se desparramó por el desmonte, donde los niños seguían disputándose la pelota de goma.

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