13
Cenaron en el reservado de un restaurante del interior. Después del sorbete de limón, el camarero apagó discretamente las luces. Sobre la mesa ardían dos velones color caramelo. Natalia sopló la llama del que tenía más próximo y el pabilo empezó a humear, para contrarrestar el olor a socarrina, ella mojó sus dedos en el esenciero que llevaba en el bolso e impregnó con él el blanco bigotito de Carlos. Luego se sentó a su lado y recostó la cabeza en su hombro.
—¿Por qué se han de terminar estos momentos? Ahora mismo, así, con esta luz, me moriría a gusto. Cierra los ojos...
Carlos le tomó una mano.
—No digas disparates, criatura. Para morirse ya habrá tiempo. Ahora hemos de pensar en vivir.
Ella trabó sus dedos con los de él y apretó discretamente. Al término de un silencio, Natalia dijo que estaba dispuesta a devolverle las cincuenta mil pesetas.
—No me gusta eso —murmuró.
—¿Por qué?
—Porque yo habría preferido otra cosa.
Carlos retiró un mechón de la frente de Natalia.
—Me parece que te comprendo.
Ella le miró.
—¿Sí? Pues, anda dilo. A ver si aciertas.
Mientras Carlos hablaba, ella habla puesto entre sus muslos las manos de los dos entrelazadas. Vino a decir que Natalia tenía la impresión de sentirse comprada durante cinco días. Que habría preferido viajar basta Barcelona con él libremente.
—¿Es así o no?
—Pero te callas algo. Por delicadeza. Lo sé. Peto no has dicho que así pagando por mí, yo tengo la impresión de ser una fulana. Una de esas mujeres que se alquilan por horas. O por días.
Soltó su mano y se incorporó.
—Y eso, nunca, Carlos —dijo con cierta solemnidad—. A nosotras no nos han enseñado a ser así. Yo me acuesto con el hombre que me gusta. Por lo que sea. Porque sabe tener atenciones conmigo, porque su conversación me distrae. Lo que tú quieras poner. Pero has hecho mal.
—¿Tú crees? No ha sido mi intención.
—Lo sé. Eres fogoso. Espléndido.
Rió alegremente.
—Se te nota que eres español. En tus tiempos habría que verte.
Había tocado la fibra sensible.
—Mi juventud fue triste. Supongo que sabrás que aquí tuvimos una guerra. Una guerra civil.
—¿Por qué tuvisteis esa guerra?
Carlos quedó perplejo. La pregunta, en boca de una extranjera joven, ciudadana de una de las democracias más avanzadas de Europa, se le hacía difícil de contestar. ¿Qué podía decirle? ¿Que unos generales reaccionarios se habían sublevado contra el Gobierno de la República? ¿Que implantaron por el terror un régimen fascista calcado de los de Hitler y Mussolini? ¿Que amordazaron al pueblo, lo sojuzgaron en la guerra y después, perpetuando durante muchos años la división entre vencidos y vencedores? ¿O sería mejor hacerle comprender que se trató de un milagro de unos elegidos designa— dos por las Alturas para salvar a España del materialismo y el desorden?
El chorro de risa de ella aumentó su desconcierto.
Le preguntó:
—¿A qué viene eso?
—Te has quedado mudo.
—No va a ser fácil que lo comprendas. Sobre todo ahora. Después de los años que han pasado.
Natalia le besó con suavidad en señal de desagravio.
—Deja de pensar en esas cosas —dijo—. Están muy lejos.
—Quizá sea lo mejor. Pero es que no puedes hacerte una idea de lo que era España entonces. Cuando la República. Era un país hundido. Sin moral. Yo me acuerdo de aquellas modas. Las mujeres iban medio desnudas. Provocaban. Se implantó el divorcio.
—¿Y eso es malo? Nosotros tenemos libertad sexual. Y el divorcio es una necesidad. ¿O no lo crees tú?
Carlos hizo un gesto ambiguo que expresaba su contrariedad.
—No es lo mismo. Los españoles somos diferentes.
—¿Por qué? Yo veo que son igual que las demás personas. ¿En qué bando luchaste tú?
—¿Qué más da!
—Me parece que lo sé. Tú estuviste con los sublevados. Lo que no entiendo es por qué se largaron vuestros grandes hombres. Juan Ramón y Ochoa, Nobel. Y Picasso. Picasso es el mejor pintor moderno del mundo. Y tenéis a Casals. Y a Machado. Precisamente hace unos días terminé de leer sus poemas. ¿Por qué se negaron a venir a España? Hay cosas de tu país que nunca comprenderé. Por ejemplo, por qué los españoles matan a los curas en las revoluciones. Siempre pasa lo mismo.
—El odio. Aquí la gentuza odia todo lo que hay en el hombre de noble, de elevado.
—Pero ¿por qué? ¿Cuál es la causa de ese odio? Porque el odio nunca se produce así como así. Siempre tiene su justificación. Algo tiene que haber producido ese odio. En Suecia no existe. Ni creo que en ningún país civilizado. La religión es aparte.
—Eso es precisamente lo que pasa. Que aquí la gente está por civilizar. El carácter del español es muy difícil Son ingobernables. Si no es a fuerza de palo, no van por la vereda. Como los burros.
Natalia rió.
—Y hablando de otra cosa —dijo—, ¿por qué no pedimos otra botella de champán?
—Por mí, a la de tres.