26
—Pero qué mal lo pasé anoche, amor. Llegó un momento en que todo me parecía una pesadilla. ¡Oh, el pobre hombre de la güisquería! El que se apartó de su mujer para que el jefe la magreara a gusto. Y aquellas extranjeras. ¿Y Forcadell? Se pasó, ¿eh? ¡Estaba de un guarro!
Eulalia tenía ojeras. La terrosa piel de su cara aparecía rodeada de manchas, como cuando el sol excesivo la despelleja. Temblaba de frío dentro de la bata acolchada color canela.
—Supongo que te acostarás un rato. ¿Has trabajado mucho?
Alejandro entornó los ojos.
—Desde las seis.
Descalza, de puntillas sobre la moqueta, Eulalia avanzó hasta situarse detrás del sillón que ocupaba él ante la mesa de trabajo. Luego cruzó los brazos en torno a su cuello y besó sus cabellos.
—Después de aquello me hiciste muy feliz. Gracias.
—Fue un poco surrealista.
—¿Qué más da? A veces unas copas hacen bien. Voy a hacer un poco de café. Yo he tomado un vaso de burbujitas. Tengo la boca pastosa.
Poco después Alejandro oía los ruidos procedentes de la cocina. La presión del agua del grifo, el tintineo de una taza en el plato, la tos de Eulalia. Afuera, al otro lado del cristal de la terraza, ligeramente empañado, el día se había levantado. Soleado, tibio, indiferente a los problemas de los hombres. Sobre los últimos brotes de los pinos cantaban los serines con entusiasmo, quizá confundiendo el invierno con la primavera.
La voz ligeramente enronquecida de Eulalia le llegó desde el fondo del corredor.
—¿Sabes qué día es hoy?
—Lo sé.
—¡A ver si nos da un susto y resucita!
La risa de Eulalia se rompió en una tosecita seca de tabaco, sueño y alcohol. A continuación resonó el gorgoteo de la cafetera, y el aroma del café recién hecho penetró en el despacho de Alejandro. «Lo ha olvidado —pensó—. Se niega a recordar todo el infierno de anoche. No sé si la niña inconsecuente que lleva dentro lo olvida todo en seguida o si finge olvidar.»
Ordenó los folios en una carpeta azul y se tumbó en el sofá. Pensó en su mujer y en sus hijas. «¿Y el doctor? ¿Qué estará haciendo en San Sebastián?»
Eulalia entró llevando una bandeja con café y zumo de naranja.
—¿Hablabas solo?
—Pensaba en mi hijo.
—Eso es perder el tiempo. Él no quiere saber nada de ti. ¿A qué pensar en él? Ya es mayorcito.
En aquel momento sonó el teléfono. Eulalia alargó el brazo y lo descolgó. «¿Sí?» En seguida se lo pasó a Alejandro.
—Para ti.
—¿Quién es?
—De Málaga.
Alejandro tomó el aparato. Escuchó tenso. Poco después colgaba. Tenía las facciones contraídas y miraba a Eulalia con estupor.
—Esa señora. La que le mataron el hijo hace unos días —dijo.
—¿A tu sobrino?
Alejandro asintió.
—¿Qué quiere?
—Se ha suicidado.
Eulalia se cubrió el rostro con las manos.
—Dice su hermana si quiero hacerme cargo de unos manuscritos. Una especie de Memorias que había escrito su hijo, el muerto. Por lo visto hay otros papeles.
Eulalia le miró un instante con ternura. Luego puso la palma de su mano en la mejilla de él.