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Fefa dijo a su marido en tono conciliador:
—Tampoco hay para tanto, hijo.
Una vez más, Carlos rodó la cabeza.
—¡Qué no! Que yo no duermo bajo el mismo techo que Pepe. Nos quedamos aquí. En el «Ritz». Como los millonarios.
Carlos se había negado a ir a casa de su hijo y en aquellos momentos paseaba con Fefa por la acera del hotel, sin saber dónde ir.
Volvió sobre sus pasos y pidió una habitación de matrimonio. Dijo también que le llevaran una botella de champaña.
Mientras subían en el ascensor, acompañados por el botones, Carlos pensó en su fracaso. Un hermano con el que no había forma de entenderse; la hija, que no quería saber nada de él y que seguía teniéndole miedo, un miedo patológico: y ahora le insultaba Pepe, su ojito derecho.
Se sentían extraños, ajenos a la enorme habitación que les habían asignado y que parecía reírse de ellos desde la solemnidad de las lámparas y los cortinajes.
Se quedaron mirándose frente a frente. De pie. Él con los brazos cruzados sobre el pecho y Fefa con las manos en el diminuto monedero.
Fefa dijo:
—Mañana mismo nos vamos a Madrid. Y que se arreglen, marido.
Madrid. ¿Qué iba a ser Madrid para Carlos? La tele, Fefa y el perro. Y si por casualidad se encontraba a un compañero por la calle, en cualquier teatro, la sonrisita indulgente o el gesto despectivo que cuelga del labio como una petorreta de mofa.
Hizo un gesto de resignación y exclamó:
—¡Para eso ha ganado uno una guerra!
Fefa soltó una carcajada.
—Pero ¿tú crees que has ganado alguna guerra?