9
Se había adormecido. Ahora estaba en el Paseo de la Castellana presenciando un desfile de tropas. De repente sonó la explosión. Humo por todas partes. Gazapo pedía su ayuda. «Sólo tienes que disparar, Juan. Apretar el gatillo. Es fácil.» Gazapo se debatía entre los brazos de un guardia de Asalto que le impedía escapar. El guardia daba la espalda a Juan. Era una espalda enorme, blanco perfecto. «¡Es fácil, Juan! Sólo apretar el gatillo.» Gazapo se alejaba gritando, atrapado por el guardia de la espalda colosal. De pronto empieza el tiroteo. Juan dispara a ciegas. No sabe dónde van a parar sus balas. Menos una, que alcanza en la nuca al tipo de la capa. El tipo de la capa se vuelve y cae sobre Juan con los brazos abiertos. Es su hermano Carlos. «¡Carlos!» Tiene la cara ensangrentada y la mitad del cráneo ha desaparecido. «Te perseguiré hasta después de muerto, Juan», le dice al oído, sin poder desprenderse de él, de su cadáver. Juan sabe que acaba de matar a un hermano. Se lo carga al hombro y avanza llorando entre la multitud enloquecida, que sigue disparando. «¡Carlos!» La cabeza destrozada de Carlos cuelga detrás de la espalda de Juan. «Te perseguiré hasta después de muerto, Juan. A ti y a tus descendientes.» Beatriz, la madre, se había llevado las manos a la cara en un gesto de incredulidad. ¡Has matado a tu hermano! ¿No os decía siempre que los hermanos teníais que quereros, que ayudaros?» Carlos corría ahora bajo los pinos de «El Mirador» hacia donde estaba él. Había crecido, y los pantalones cortos le apretaban en las ingles, por lo que siempre andaban metiéndose los dedos. «¿Quieres saber una noticia, Juan? Pero te costará diez céntimos.» Emerenciano Adell se reía enseñando el diente de oro. «¡Este Carlos! Cuando yo digo que será un buen negociante.» Ahora su madre le tiraba de la manga. «No pienso decírselo a tu padre, Juan. Pero lo que has hecho con tu hermano...» «Señor...» Seguía tirando de la manga de su chaqueta, y Juan retiraba el brazo. Sabía que no se debe matar, y no necesitaba que se lo recordara nadie. Ni siquiera su madre. «Señor...»
Abrió los ojos despavorido.
—Señor, se le ha caído la maleta.
El niño que le miraba sin pestañear tendría unos seis años.
—¿La maleta? Gracias. Debe de ser la explosión que he oído hace un momento. Porque, la verdad, parece que haya explotado. ¡Qué barbaridad!
La maleta se había abierto con el golpe. Papeles y ropa aparecían tirados por todas partes. El niño recogió una chaqueta de pijama blanca listada de azul y se la dio a Juan.
—Gradas, guapo. ¿Cómo te llamas?
—Carlos.
—Mira, qué casualidad.
Del asiento delantero le llegó una voz chillona de mujer.
—Carlos, deja estar al señor.
Juan asomó la cabeza sobre él respaldo del asiento. Una mujer menuda, vestida de negro, le sonrió. Tenía los mismos ojos que su hijo.
—Mire, perdone, pero es que ese chiquillo no para. Siempre llamándole la a tendón. ¡Carlos! ¡Carlos!
—No molesta, señora. Al contrario. Me está ayudando a recoger la ropa. Es un chaval muy majo. Servicial.
Juan cerró la maleta y la dejó debajo de su asiento.
Guiñó al pequeño Carlos.
—¿Qué piensas ser cuando seas mayor?
—Esquilaor.
—¿Peluquero de mulos y caballos?
El niño sonrió.
—Eso.
—Es un bonito trabajo. Y ahora, toma. Por haberme ayudado.
Le dio cincuenta céntimos de plata, que Carlos se apresuró a enseñar a sus hermanos.
Amanecía. La luz que entraba por la ventanilla tenía el mismo color ceniciento de los grandes nubarrones que rodaban sobre la reseca llanura manchega. El vagón parecía ahora todavía más sucio y destartalado que antes. En los montantes de las ventanillas, sobre las tablas laterales, se leían letreros obscenos, o de contenido político, escritos con pésima ortografía. Eran trazos irregulares hechos con lápiz, simples indecisiones o uñadas. Abundaban las siglas de los partidos políticos, y el UHP preconizando la hermandad del proletariado.
De pronto empezó a llover. El norte rabioso que se había levantado arremolinaba las nubes en lo alto, agitaba d mar de cereal por el que cruzaba d tren y proyectaba furiosamente sobre el cristal el agua de lluvia. Juan sintió un frío repentino en el codo derecho y echó una ojeada. La lluvia que se filtraba por la parte inferior de la ventanilla lo estaba empapando. El suelo estaba encharcado, por lo que tuvo que sacar la maleta de debajo del asiento. Al fondo del vagón, donde estaba el cristal roto, se veían entrar las gotas de lluvia. Eran como salpicaduras, que se colaban con fuerza impulsadas por el huracán y la misma velocidad del tren, y volaban danzarinas de un extremo a otro del vagón. Los matrimonios que iban delante reían divertidos mientras cambiaban de sitio, y a Carlos y sus hermanos d temporal les servía de fiesta. Únicamente protestaba porque el gorro cuartelero se le había empapado no sabía como y se exponía a un arresto cuando llegara a Albacete.
Juan trato de distraerse mirando al exterior. El temporal de lluvia y viento arreciaba. Los largos tallos del trigo aparecían acostados en grandes rodales, como si fueran encajes gigantescos. De vez en cuando aparecía una loma poblada de vegetación enana. De pie, rodeado de sus ovejas, un pastor aguantaba impertérrito el temporal con la boina calada hasta las orejas y las manos en los bolsillos. La gayata que colgaba de uno de sus brazos parecía anclarlo a la tierra. «Es la imagen del pueblo español», pensó Juan.
Dormidos entre las luces del alba, desfilaban al otro lado de la ventanilla viejos pueblos y aldeas medio derruidas. Sus casas centenarias tenían el color del pan recién horneado, con los tejados tapizados de verdín. Se amontonaban en torno al campanario como buscando algo elevado en que creer o la protección de las alturas. El atraso y la miseria se hacía visible, además, en las caras de los campesinos manchegos. Eran rostros curtidos, sin expresión. Desde donde Juan los observaba, parecían cabezas talladas en madera, con la frente acuchillada de arrugas y una pelambre apelmazada bajo el sombrero de paja. Miraban al tren estáticos, con la colilla pegada al labio de abajo, ignorando ellos mismos si lo hacían con envidia, con resentimiento o cierto irónico desdén. En todos se adivinaba un fatalismo radical causado por siglos de marginación y abandono.
El viento había barrido las nubes del cielo y ahora el paisaje aparecía como lavado bajo el sol primerizo de la mañana. Juan se recreó en la contemplación de los colores. Más puros que de ordinario, más brillantes. Aunque en el fondo le fastidiaba reconocerlo, sabía que su entusiasmo por la Falange había disminuido en los últimos tiempos, a raíz de los actos de violencia en que, directa o indirectamente, había tomado parte. Era como si también a él le hubiera azotado una fuerte tormenta, pasada la cual todo fuera igual que antes. Incluso más limpio. Más hermoso. De todas formas, decidió seguir en la brecha. «Estos tiempos de apasionamiento y violencia no pueden ser eternos. No es posible que los españoles tengan que matarse entre sí generación tras generación.»
Aunque cansado, afrontó el nuevo día con mejor disposición de ánimo que la noche anterior.