4
Pensaba al volante:
«¡Lolita la miliciana! ¡Hasta ahí podíamos llegar! Hizo un desgraciado al pobre Juan y sigue reclamando nuestro parentesco. De la familia. Como si no dijera nada. Ahora tengo que ser su hermanito. A la fuerza. Pues te equivocas, so golfa. Que es lo que has sido siempre. Una golfa. Y una roja. Para que luego hablen de la justicia de Franco. ¡Cuatro tiros en la cabeza es lo que se merece! Si se los hubieran pegado a tiempo, cuando se dejó caer por aquí con el crío, no se habría visto uno obligado a aguantar tanta humillación. ¿Qué le daría a mi hermano, la tía guarra? Claro que Juan era un bendito. No tenía carácter. Lo hizo cambiar. Porque él fue uno de los fundadores de Falange. Amigo personal de José Antonio. Si yo me acuerdo. En Valencia se pegaba de bofetadas con los de la FUE cada dos por tres. ¿Por qué no se pasó? Por esta bruja. Y aún se mostraba ofendida. ¿Qué diablos querrá la tía? En Málaga la echó del despacho a cajas destempladas. Y no porque yo fuera el Gobernador. Habría hecho lo mismo siendo un don nadie. La eché por guarra y por comunista. Y si le dije que era una puta no falté a la verdad. ¿O qué es tanguista más que una puta? Todavía hay testigos. Gente que la vio en el "Bataclán". Tenía que ser el infeliz de Juan quien cargan con ella.»
Paró el coche en una estación de servicio cerca de la Glorieta de Atocha. Sin darse cuenta bajó con el cigarrillo encendido.
—Llénelo —le dijo al empleado del surtidor, un hombre mayor de pelo entrecano y nariz aplastada de boxeador.
El empleado le llamó la atención.
—Apague eso, por favor —dijo sencillamente.
Pero Carlos Acosta, coronel retirado de Infantería, no estaba aquella tarde para recibir órdenes de nadie. Y menos aún de un tipo vulgar que, por las trazas, sería un rojo como Lolita la miliciana
Pese a ello, aplastó el cigarrillo con la suela del zapato hasta dejarlo hecho puré. Después, cuando hubo dado el encendido, preguntó irónico al empleado si pertenecía a Comisiones Obreras.
—¿Y a usted qué le importa? —replicó el otro enseñando los dientes.
—¡Ya os darán Comisiones! ¡Ya os las darán! ¡Y no van a tardar demasiado!
Hablaba solo mientras conducía:
«Lo que yo me pregunto es a dónde vamos a parar con esta chusma. Ahora resulta que todos somos iguales. Todos tenemos los mismos derechos. Así, por las buenas. Por eso se ha perdido el respeto. ¡Todo el carajo! Tropiezas con un triste empleado y falta poco para que te hable de tú. Viene la miliciana esa y te insulta. Además, se niega a que acompañes a su hijo al cementerio en nombre de la caridad cristiana. ¿Qué puñetas sabrá ella de esas cosas? Lo que quiere, la muy zorra, es que le abramos las puertas de casa aprovechando su momento de dolor. ¡Hasta ahí podíamos llegar! Al entierro, de eso estoy bien seguro, vendrá mi hermano. Ese sí. Ése, que siempre fue un idiota, creerá a ojos cerrados todo lo que le cuente la miliciana. Hasta es capaz de buscar un abogado y armarle el cisco a la Guardia Civil. Lo que interesa es desacreditar a los militares. Ellos, los hombres de paz, odian a lo que llaman cuerpos represivos. Seguro que mi hermanito toma el primer avión y se planta aquí a "hacer justicia". ¡Justicia! ¡Una mierda es lo que hará él! El listo. Si hubiera vivido la guerra como la he vivido yo, y hubiera visto lo que hacían sus angelitos con los prisioneros y en retaguardia, que quemaban a la gente viva, seguro que no pensaría así. Pero tuvo unos maestros que déjelos usted ir. Bueno, allá se las componga. Cristo quiso jugar a redentor y todos sabemos cómo le fue.»
Dejó el coche en un parking de Arguelles y caminó un rato, volviéndose de vez en cuando para ver si le seguían. Finalmente tomó un taxi, que le dejó en la esquina de la cafetería «Galaxia».