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«¿Qué estará pensando esta bruja? Pues si cree que va a meter las narices en mi vida, va dada.» Sofía sostenía el libro sobre sus rodillas y lo miraba distraídamente.
Las últimas palabras de su suegra la inquietaban. «¿Qué habrá querido decir? Porque ésta es de las que tiran con bala.» A fin de preparar una defensa que probablemente iba a necesitar, repasó los acontecimientos de los últimos días. A mediados de noviembre había cenado en el palacete de Torroellas. Su marido no había podido asistir a aquélla cena, precisamente por culpa de su padre, pero ella había estado toda la noche con su hermano, Luis Alfonso, y con su cuñada Raquel. Nada que objetar. Luego habían almorzado un par de veces o tres con el capitán Román y Dora, la mujer de este hablaron de los militares y de lo que podría ocurrirle a Carlos por haberse metido en el berenjenal. Sofía sostuvo que su suegro no andaba muy fino de la cabeza. Días después almorzaron, ella y su mando, con Torroellas y Márquez, secretario particular de éste, rué un almuerzo de trabajo, en una salita encristalada del Banco. En la última planta. Al sol de aquel noviembre primaveral
Ante su sorpresa, Torroellas le había ofrecido las Relaciones Públicas de la dirección del Banco. Ella se había limitado a mirar a su marido. Estaba sorprendida.
—«Tú siempre has querido hacer algo —la había animado éste—. Ahí tienes la ocasión.
»—No sé si estaré preparada.» Torroellas había sonreído.
«-Usted reúne todas las condiciones, señora. Es educada, sabe tratar a la gente, llene cultura, buena presencia. ¡Extraordinaria presencia diría yo!»-La idea me encanta. Pero le repito que no sé si serviría.
»—¿Cómo van los idiomas?
»—Tendría que ponerlos al día. Especialmente el inglés. Eso de los futuros y los condicionales siempre me mareó. Desde que estudiaba en la Facultad.»-Tómese tiempo. Podría empezar a primeros de año.»
En casa, su marido la animaba. «Tienes que abandonar la mesa camilla —le decía orgulloso—. Que realizarte. ¿No lo decís así?» Tomó una profesora de inglés. Nativa. Pasaba su tiempo releyendo la Gramática inglesa, perfeccionando giros. Prácticamente se pasaba el día entre el estudio y el arreglo y distribución de la nueva casa, un ático que había comprado su marido en la zona alta de Sarriá.
«¿Qué más, Sofía —se preguntaba—, qué otras cosas han pasado?» Sí. Dos fiestas más. Una había tenido por escenario el castillo que tenía Torroella en el Ampurdán. Habían asistido los íntimos del financiero para celebrar d cumpleaños de éste. Setenta. "La palabra septuagenario —había dicho éste en el brindis— tendría que ser suprimida del diccionario. Decididamente es una palabra terrorista. Un atentado contra la segunda juventud"»
En un aparte, mientras mostraba a sus invitados la galería de arte del castillo, Torroellas rogó a Sofía que perdonara lo que pudiera haber de ostentación en su actitud
«-Quizá sean manías de viejo —añadió sonriente.» Ella repuso que no tenía sentido pedir excusas.
«-No hay ostentación. Se trata simplemente del fruto de su trabajo. Usted ha podido adquirir estas maravillas porque vale más que nosotros. No podemos ser todos iguales.»
Torroellas se llevó a los labios la mano de Sofía.
«-Muchas gracias —dijo—. Pero permítame que discrepe. Usted vale mucho más que yo. Y me gustaría podérselo demostrar algún día.
»—¿Habla usted de valor o de precio?
»—Me refiero al auténtico valor. Al que no tiene precio. Eso que únicamente adquieren contadas criaturas como un don especialísimo. Y usted lo tiene, Sofía.»
La otra fiesta, de carácter más íntimo, había tenido lugar en un restaurante de las afueras de Barcelona, al pie del Tibidabo. Simple celebración entre compañeros, que daban la bienvenida a la nueva encargada de la sección de Relaciones Públicas del Banco. No habían asistido las esposas ni maridos. Simplemente los jefes de Departamento entre los que figuraba una mujer, Nuria. Soltera de mediana edad, muy alegre. Terminaron en «Sándor». Era bastante tarde ya cuando Sofía descubrió a su tío Alejandro entre el grupo de gente que acababa de entrar. La acompañaba aquella mujer, Eulalia, que no le quitaba los ojos de encima. Alejandro la saludó.
«-Lo que menos esperaba era encontrarte aquí —dijo mirando a sus compañeros de trabajo—. ¿Celebráis algo?»
Ella le había explicado lo de sus Relaciones Públicas. Había bebido más de la cuenta y notaba que a veces se le iba el santo al cielo. Alejandro le preguntó por el marido. «Ha salido esta tarde hacia Madrid. ¡Estoy solterita!»
Tratando de mortificar a Eulalia, se colgó del brazo de Alejandro. Reía mirando a «aquella mujer». Provocando sus celos.
«Aquella mujer.» Mientras Nuria la acompañaba en su coche a casa, Sofía pensaba en lo injustos que suelen ser los juicios de las personas. Un par de años antes había juzgado mal a Eulalia. Influida sin duda por la opinión de la familia, pensaba que era poco menos que una prostituta. Una loca sin dignidad que se largaba con el primero que venía a cuento. Ahora, en cambio, no se atrevía a juzgarla, quizá porque veía en ella un poco su propio futuro.
Estaba nerviosa cuando llegó a su casa. El dormitorio, sin la presencia de su marido, le pareció más suyo. Se quitó el maquillaje y se desnudó completamente. Vio su cuerpo flotando en el espejo y pensó que también había fallado al juzgarse a sí misma. Si había nacido así, si provocaba a los hombres sin proponérselo, por algo sería. No tenía por qué atormentarse. En cualquier caso siempre era mejor dejarse llevar por al vida sin torturarse demasiado. Recordó las advertencias de su madre. Incluso le parecía oír su voz. «Sofía, hija, no mires así. Ni te rías de esa forma. Piensa que tienes unas facciones, ¿cómo te diría yo? Provocativas. O no. Grandes. Eso es. Demasiado vistosas. Y llamas la atención. ¡Y no camines de esa forma! Las caderas no se mueven. Y esconde el pompis. Pero no me saques el pecho, Sofía. ¡Ay, esta hija!» A medida que se iba haciendo mujer,^ los sermones de la madre aumentaban en frecuencia, hasta convertirse en algo obsesivo. Especialmente para Sofía, en cuyo carácter crecía un vago sentimiento de culpabilidad. Tampoco las monjas perdían de vista el horrible lazo azul a topos blancos con que disimulaba sus grandes senos. Ni la vitalidad que había en su exuberancia de adolescente. Más tarde, en la Facultad, tuvo que poner cara de palo para espantar a los moscones. Sabía que, para algunos de ellos, era «doña Estirada». Pero era el único modo de pasar inadvertida entre las compañeras.
Aquella noche de últimos de noviembre sentía la presencia de su desnudez de una forma muy extraña. Como si en lugar de tratarse de una simple imagen hubiera otra persona en el espejo. Otra mujer. Sofía observó detenidamente la delgadez de su cintura. Apoyándose en una pierna, dejó que la curva de su cadera se expandiera en toda su rotundidad hasta adquirir algo parecido a cierta identidad propia. Algo ajeno a ella misma o, al menos, a la imagen que se había formado de sí misma. Tuvo la misma sensación cuando, de espaldas al espejo, se miró por detrás. Se dijo que en aquella malsana curiosidad había algo de obsceno y, antes de meterse en la cama, se puso un pijama. El más holgado que encontró.
La excitación del alcohol le impedía concentrarse en su Gramática. Una idea parecía zumbar en su cabeza hasta producirle una imprecisa sensación de ansiedad. Torroellas, que nunca se había privado de nada, apetecía su cuerpo del mismo modo que, cuando tenía sed, apetecía la media docena de ostras con Alella helado. «Pues si tiene sed, que beba agua del grifo», dijo en voz alta. Sin embargo, no estaba segura. Aquel hombre de gustos refinados la desconcertaba. Estaba convencida de que el cargo que le había ofrecido, un cargo, además, retribuido con esplendidez, era el pretexto para tenerla cerca. Lo que desconocía aún era si efectivamente él creía en su capacidad para desempeñar dicho cargo. Ella era una universitaria, pensó, y no estaba dispuesta a convertirse en el hazmerreír de la gente que, además, no tardaría en murmurar.
Sin pensarlo dos veces, cogió el teléfono y marcó el número de Torroellas. Le contestó una amable voz de mujer. La voz tenía el tono impersonal de las secretarías, y esto la animó a preguntar si el señor Torroellas estaba en casa.
«-Perdone un momento. ¿De parte de quién? A veces se queda trabajando en su despacho.»
Sofía dio su nombre y esperó unos segundos. Poco después, la secretaria le pasaba la comunicación. Sintió un ligero sobresalto al oír la voz un poco cansada del financiero. En pocas palabras le puso al corriente de sus aprensiones, pero por lo visto no se expresó con claridad. Torroellas insistió en que, en efecto, tenía puesta en ella toda su confianza.
»—Pero me parece —añadió— que usted quiere saber algo más.
»—¿Y si fuera así?
»—Lo comprendería perfectamente. Una mujer como usted no puede dar un paso tan, importante, como el que presumo que usted sospecha, sin estar muy segura de lo que hace.
»—¿Un paso importante?
»—Decisivo para usted. De no haber sido así, no me habría llamado a las dos de la madrugada. Esté tranquila. Yo no la molestaré nunca bajo ningún pretexto.
»—Pero usted acaba de hablar de un paso muy importante.
»—Supongo que, con su perspicacia, habrá comprendido que no soy hombre de caprichos estúpidos. No me van esas cosas. Además, y le ruego que me crea, conozco perfectamente su forma de pensar. ¿Quiere que continúe?
»—Se lo ruego, por favor.
»—Está bien. Mi propuesta es la siguiente. Podemos tratarnos un tiempo. Y al hablar de tratarnos, no me refiero al trato íntimo. Sabe a lo que me refiero. Después, si usted accede, podemos casarnos. No tiene más que separarse legalmente de su marido. Eso correría de mi cuenta.
»—Plantea usted el asunto como si fuera un negocio más.
»—El negocio lo haría yo. No le quepa la menor duda. Y las condiciones las fijaría usted antes de efectuarse el matrimonio. Piénselo, Sofía. Y cualquiera que sea su decisión, prométame que no dejaremos de ser amigos.
»—Se lo prometo.»
Ahora, sentada en el puf al lado del sillón vacío que acababa de abandonar su suegra, Sofía pensaba en las palabras de ésta. «Los banqueros nunca dan sin cobrarse antes los intereses.» ¿Le habría llegado algún chisme? ¿Sospechaba lo que estaba pasando o lo que podía pasar? Porque Sofía tenía el convencimiento de que en su suegra existía una especie de sexto sentido para adivinar estas cosas. En aquel preciso instante entró en el comedor su marido. Le acompañaba su tío Alejandro.