17

¿Dónde se había metido? ¿Qué clase de mafia la rodeaba? Sofía se cubría la cara con las manos sentada en la cama. Pensaba a qué diablos obedecía el viaje de su suegro a Barcelona, encontrándose en unas condiciones tan delicadas como las suyas. ¿Había mandado a algún detective que la siguiera? Y si ello había sido así, ¿había descubierto afeo? No. Aquello no podía ser. Eran aprensiones propias de quien no tiene la conciencia demasiado tranquila.

Se levantó y echó un vistazo a su hija. En cualquier otra ocasión, anos atrás, habría pensado que con su conducta estaba manchando la inocencia de aquella criatura. Pero los tiempos habían cambiado. Y con ellos, las normas éticas. Incluso la conciencia moral de los españoles. Ahora, se decía intentando serenarse, una mujer podía separarse del marido sin que nadie se rasgara las vestiduras. Era algo que estaba a la orden del día. Lo aceptaban los demás y, por tanto, tendría que aceptarlo su hija, si es que aquello llegaba a suceder. En su caso, además, contaba con la poderosa ayuda de Torroellas. No se había decidido a contestar aún a su proposición, pero estaba segura de que, sin necesidad de imponerle condiciones, él no abandonaría a la niña. «Al contrario —pensó—, Sabe que me tendría más a su lado.» Apagó la luz y salió de puntillas.

En el baño se miró detenidamente en el espejo. A los ojos. Como interrogándose a sí misma. No a sí misma exactamente, porque los ojos reflejados en el espejo le parecieron los de una extraña. «¿Qué estás ocultando, Sofía? ¿Qué te escondes a ti misma? Has dejado de ser la mujer sencilla de antes. Has cambiado. Ahora sueñas mundos nuevos. Mundos que no conoces y que podrían acabar contigo.»

Con la yema de los dedos se alisó las cejas. Muy negras, arqueadas. ¿Qué había al otro lado de su frente? ¿La ambición? ¿La traición? ¿La simple curiosidad de una provinciana que devora el Hola y Diez Minutos cada vez que se sienta bajo el secador de la peluquería? Sin embargo, aquel hombre mayor la atraía.

En su habitación, mientras se desnudaba, volvió a pensar en el viaje del suegro. El temor y la indignación se mezclaban con sus pensamientos sobre el camino que debía seguir. De repente, sintió que odiaba a Carlos y a lo que representaba: la imposición de su voluntad, la violencia moral. «No es quién para meterse en la vida privada de nadie. Asaltar impunemente las conciencias, es mil veces peor que asaltar un Banco.»

Intentaba recordar lo que había dicho en la última conversación, hacía apenas una hora, tratando de descubrir algo que le delatara. Había varias cosas, en efecto. «El haberse negado a dormir aquí, en casa, ya es muy significativo. Mi suegro es de los que no quieren estar bajo el mismo techo de la mujer de su hijo, cuando ésta tiene algo que ocultar. Lo sé. Porque, si no, ¿a santo de qué tomar habitación en un hotel, con lo que a él le gusta la familia?»

Paseó por el dormitorio con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza baja, mirándose la punta de las zapatillas. «Ahora caigo por qué se ha inventado un amigo.

Ese Mínguez. Fefa lo ha dicho bien dato. No existe el tal Mínguez. Lo que pasa es que, ni quiere estar a mi lado, ni quiere que el detective le llame aquí. Necesita libertad de movimientos.»

Ignoraba qué sensación la tenía más alterada, si la rabia o el miedo. El mismo movimiento automático que la impulsó a meterse en la cama hizo que cogiera la Gramática inglesa que tenía en la mesa de noche. Pero no conseguía leer. Siguió, pues, tratando de recordar. Carlos había hablado de los cursos de Estado Mayor de su hijo. Y había añadido que él se encargaría de que lo trasladaran a Madrid. «Eso es. Trata de sacarnos de aquí.» Lo veía claro. «Además, ha preguntado dónde vamos. Qué vida hacemos. Esto significa que lo sabe todo.»

Descansó la cabeza sobre la almohada y cerró los ojos. «Son demasiadas coincidencias. Porque, además, ha hecho un comentario francamente desagradable al decir que un hombre es lo que su mujer se propone que sea. Si quiere hacerlo un cabrón, le pondrá los cuernos. ¿Aún quieres más claro, Sofía?» Era cosa de locos, pero ella era la primera convencida de que su suegro estaba como una regadera.

¿Dónde pudo ser? ¿Cuándo? Sofía había apagado la luz para concentrarse mejor en sus recuerdos de días anteriores. Poco antes de la llegada de su suegra, una noche, la de la fiesta con los compañeros, había llamado a Torroellas a las tantas de la madrugada. «Fue una imprudencia, porque Carlos es capaz de pagar para que intervengan mi teléfono.» ¿Y después? ¿Qué pasó después? Nada que pudiera comprometerla. Su marido había vuelto de viaje, y ella había estado unos días sin ver a Torroellas. Sin comunicarse con él.

El viaje por la Costa Brava. Pensó que encajaba todo. Hasta las fechas. Seguramente el sabueso de Carlos les había seguido.

Fue a últimos de noviembre. Sofía estaba segura, porque su suegra llegó de Madrid en avión el mediodía del uno de diciembre. Sí, tres días antes. Como casi todas las mañanas, Sofía había subido a las oficinas particulares de Torroellas, en la última planta del Banco. Él la había mandado llamar a su despacho, soleado, amplio y, amueblado con sencillez funcional.

La recibió de pie con una sonrisa en los labios.

«-Como siempre —le había dicho—, la encuentro radiante, vital. Adelante, adelante. Siéntese.

»—Gracias.

»—Perdone que interrumpa su trabajo. Sé el interés que se está tomando en su rodaje, llamémoslo así. Pero quisiera pedirle un favor.

»—Usted dirá.

»—Se trataría de acompañarme en un corto viaje. Por supuesto, si usted lo considera prudente.

»—¿Un viaje? Quizá tendría que esperar el regreso de mi marido. Cambiar impresiones con él. No me gusta tomar decisiones sin consultar con él. Además, está la niña. Desde que nació, nunca la he dejado sola ni una sola noche.»

Torroellas había vuelto a disculparse.

«-¡Oh, perdone! No me he expresado bien. ¿Sabe, Sofía? A medida que pasan los años meto la pata con más frecuencia. Y eso que procuro evitarlo. He tratado de decir que si puede usted acompañarme hoy a echar un vistazo a la casa de País.

»—¿Hoy?

»—Sí. Saldríamos ahora mismo, almorzaríamos allí y volveríamos a media tarde. Su hijita no se quedaría sola esta noche. Son unos cuantos kilómetros.»

El cerebro de Sofía funcionó vertiginosamente.

«-¿En qué podría serle útil yo en su casa de País?

»—Me explicaré. Hace unos años compré esa casa. Una verdadera delicia.

Gótico puro. Abandonada, desde luego. Bueno, poco a poco la fui restaurando. Y amueblando.

Porque mi intención era, y lo sigue siendo, convertirla en un lugar de descanso donde celebrar alguna reunión de trabajo. Ya sabe, convenciones, cosas así. La verdad es que el castillo del Montseny me parece excesivo, incluso para instalar a algún matrimonio amigo. Sobre todo en los tiempos que corren. Y aquí es donde entra usted, como responsable de las Relaciones Públicas del Banco.

»—Comprendo.

»—Celebro que sea así. Su misión es la de escocer las salas a su criterio más adecuadas para instalar tres pequeños museos. La palabra museo, la verdad, me parece excesiva. Pero de alguna forma hay que llamarles. Digamos que son una especie de muestrarios. Además, tendría que hacer una selección de piezas. Si por cualquier circunstancia tiene alguna duda, se pone en contacto conmigo.

»—¿De qué clase de museo se trata? Porque, la verdad, no creo que esté capacitada para esto. ¡Huy, menuda responsabilidad!

»—Sí, lo está. Claro que lo está. Como le he dicho, no es nada del otro mundo. Se trata de unas muestras de cerámica de La Bisbal. Algunas son valiosas. No todas, claro. Luego está el museo que yo llamo de la pagesia. Quizá lo más importante de éste sea su originalidad. Ya sabe. Piezas rústicas, pero que tienen su encanto precisamente en su sencillez. En su primitivismo. Da pena que se pierdan todos estos objetos. Otiles del campo. Qué le diría, por ejemplo una forca llamamos aquí; aperos de labranza en general; lo sustancial de la vieja industria panificadora, desde una rueda de molino hasta un juego de cedazos, que por cierto hay uno que me costó una fortuna, decorados al fuego con escenas de campo. Debió de pertenecer a una casa muy rica. Está también la primitiva industria del vino. Cosas así.»

Los ojos de Sofía, luminosos, brillaban de entusiasmo. «-La idea me parece extraordinaria.

»—¿Verdad que sí? Sabía que le gustaría. Bueno, queda el mar. El tercer museo lo dedico a la pesca en la Costa Brava. Pero desde los tiempos de Maricastaña. Con decirle que tengo anzuelos de hueso, encontrados en los alrededores de Ampurias, está todo dicho. Nasas, antiguas cañas de pescar de toda clase, sedales, arpones, el curricán, artes de pesca. Y, además, están las miniaturas de las embarcaciones típicas. Y alguna pintura. Un anejo podría ser la pesca de agua dulce. Especialmente la de la anguila. ¿Sabía usted que por allí, por el Ampurdán, hacen un suquet d'anguila para chuparse los dedos?

»—¿Y dice que estaríamos de vuelta a media tarde?

»—Por supuesto que sí. Además, por si esto la tranquiliza, nos acompaña un aparejador, por si hubiera que tabicar o hacer alguna reforma en las salas. Y el chófer, por supuesto.»

Sofía se levantó.

«-¿Cuándo salimos? Tengo que hacer unas llamadas.»

Un poco emocionado, Torroellas le tendió las manos con gratitud.

«-Muchas gracias. Dentro de media hora me tiene usted a su disposición.»

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