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—¿Tú sabes quién fue Ausias March? No, claro que no. ¿Cómo podrías saberlo? Ni sabe tampoco quién fue Luis Vives. El pobre. Tan español como fue, y se pasó la vida dando tumbos por el extranjero. Porque Vives, valenciano como Match, enseñó en las principales Universidades europeas. Aquí nunca se le perdonó que fuera liberal. Ni su amistad con Erasmo. Los españoles somos así de animales.

«Sí, Alejandro. Tienes que ir conociendo a los grandes hombres que ha dado él terruño. Más adelante —continuó Emerenciano como si hablara consigo mismo-más adelante te hablaré de estos personajes. Genios universales, no vayas a creer. Y de nuestros pintores. Pinazo, Sorolla, Domingo. ¡Don Mariano Benlliure! A éste le conoá yo. Llanote, dicharachero. Más de una vez le vi en d "España". Tomaba siempre ron con café. Con mucho azúcar. Ponía los terroncitos y se iban disolviendo. Primero se ameraban y luego se hacian tina melaza. Don Mariano decía que aquella bebida era muy refrescante. Más que la zarzaparrilla.»

El camino discurría bajo una doble fila de palmeras muy cuidadas. De trecho en trecho veíanse bancos de madera pintados de verde. A su alrededor, frescas didas del Pas vestidas de negro, con el gran delantal almidonado orlado de randas y puntillas y la cofia.

TIto quiso saber qué clase de juguete era aquel que lanzaban las niñas hacia lo alto, impnlsándolo con un cordel atado al extremo de dos palos.

—Se llama diàvolo. Y no me preguntes por qué. No sabría decírtelo.

Smerendano se inclinó confidentón hasta casi tocar con su cabeza la «tel pequeño.

—¿Te digo una cosa?

—A lo mejor te parece una tontería.

—¿Qué es?

—Es sencillamente que me hubiera gustado tener un hijo. Un niño como tú. Serio. Formal. Un hombredto con quien poder hablar.

—Eso no es ninguna tontería.

—Me alegro de que pienses así. Yo digo que si Dios me lo ha negado, habrá sido para bien. Tal vez me hubiera nadelo lisiadito. O un sinvergüenza. Yo conocí a un muchacho de casa bien, hacendados de la huerta de Gandía, que perdió toda la herenda en d Fum-Club, una casa de juego de postín.

El camino se bifurcaba dejando en medio una replaza bordeada de jóvenes rosales. Tito escuchaba las palabras de Emerenciano, sin perder detalle del uniforme del forestal, con la brillante placa en d pecho, o de los vaporosos vestidos de las niñas, casi todas con un gran lazo en la cabeza o el pdo trenzado a la espalda.

—Un día de estos iremos al Museo de Pintura. Verás la Santa Clara de Domingo. ¡Una maravilla! Otro día bajaremos al río, con los gitanos. Compran y venden caballos, mulos, borricos. ¡Lo que sea! Se divierten engañándose unos a otros. Y visitaremos d Grao. Yo me encargo de que vayas conodendo esta tierra. Y cuando vengas por casa, y estemos solos, te enseñaré un retrato que tengo dedicado de don Vicente Blasco Ibáñez. Está fotografiado en su finca de «La Malvarrosa».

Se cruzaban con ellos pequeños grupos de muchachas. Llevaban vestidos holgados, con la falda un palmo sobre las rodillas, y grandes pamdas de colores daros. Las que iban sin sombrero, llevaban d pelo cortado a lo garçon y d cogote afeitado.

—¿A que no adivinas lo primero que le hubiera enseñado yo a un hijo mío?

—¿Qué?

—Pues le hubiera enseñado a tocar la charamita. ¿Tú sabes eso qué es?

—Una flauta.

—Eso es. Una flauta. Chirimía. O dulzaina. Por lo dulce que suena. Aún me acuerdo del mestre Salvador Giner. ¡Qué aires, de pie en la tarima, con la batuta en la mano.' La charamita es un instrumento mágico. Deja las notas bailando en d aire. Pero únicamente puede verlas la persona que ha nadelo aquí, en la tierra.

A la derecha, en lo alto de unas rocas, se veía una pequeña construcción rústica. Una especie de choza de aspecto robinsoniano. La techumbre a doble vertiente, cubierta con paja de arroz, remataba en lo alto en un voladizo sobre el que se sustentaba un palomar de madera pintado de blanco. Tito vio a un par de buchones tornasolados hadendo la rueda a una hembrita flaca y asustada con una pluma blanca en la cola. Más abajo, en d darò que se abría entre las rocas y la empalizada, crecía la ruda y la malvasia entre las altas matas de baladre. Oculto entre los pinos silbaba burlón un mirlo negro como la pez.

Tomaron d sendero de la izquierda, redén cubierto de grava fresca, y se pararon debajo de un sauce llorón, en el puesto de golosinas. Emerenciano introdujo la mano en el bolsillo inferior del chaleco y sacó unas monedas de cobre.

—Ahora vamos a comprar cacahuetes para los monos.

En la apelmazada tabla que hacía las veces de mostrador, sustentada sobre dos banquetas de madera, se mezclaban los haces de regaliz con los saquitos de torrados y de cacahuetes; el lebrillo con los altramuces gordales, hinchados de agua, y las chufas a remojo con la amoratada zanahoria.

Hecha la provisión, se dirigieron a una plazoleta en cuyo centro se levantaba la jaula de los monos.

—Ahí los tienes. Tan felices. Ni siquiera se enteran de que su misión es divertir a la gente. En eso se parecen a algunos hombres.

A Tito aquellos bichos con el culo pelado, como si lo tuvieran en carne viva, le produjeron una gran repulsión. Los había espulgándose o espulgando al vecino. Luego se llevaban el parásito a la boca y lo aplastaban con los dientes. Otros enseñaban los colmillos agresivamente. O chillaban histéricos mientras saltaban de percha en percha. Uno de ellos, solitario y triste, se masturbaba en un rincón mirando al vado.

—No me gustan los monos —dijo resueltamente—. No vendré a verlos nunca más.

Siguieron hasta d estanque. Sobre el oscuro espejo de las aguas avanzaban solemnes tres cisnes de plumaje blanco. Tenían d pico muy rojo y los ojos rosados.

Tito observó la estela suavemente ondulada que dejaban tras de sí y pensó en d barco de su padre.

—Son bonitos —comentó.

—¿Sabías tú que los cisnes son mudos? Sólo cantan cuando van a morir.

Quedó un instante pensativo.

Emerenciano teorizó a su modo sobre el atractivo de las crfas de los animales.

—Yo creo que son unos pillos. Remueven la ternura que todos llevamos escondida en alguna parte. Se aprovechan de ella para que los queramos. Y para que les llenemos la tripita. ¿Comprendes lo que quiero decir? Es muy sabia la naturaleza.

Apretó la mano del pequeño y rió menudamente.

—No sé para qué te cuento estas cosas. Vas a pensar que estoy un poco chiflado.

Tito le miró.

—A mí me gusta lo que dices. Y me acordaré. Cuando sea mayor, me acordaré de todo.

Emerenciano se paró.

—Pues acuérdate bien de lo que voy a decirte ahora. Crecerás. Es ley de vida. Crecerás y perderás la inocenda. Pero no imites a los demás hombres. Tú tienes que ser distinto. Tienes que hacer todo lo posible para no ser mezquino. Ni hipócrita. Ni cruel.

Emerenciano acaridó la cabeza de Tito. Luego se estiró d chaleco, se abrochó la americana y dijo que había que ir pensando en volver a casa.

—Tu tía nos espera para comer —añadió sonriendo—. Y se enfada cuando llego tarde. Pero otro día volveremos a los Viveros. Te lo prometo.

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