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«6 de diciembre. Día de la Constitución. Tu derecho es votar. Vota libremente.» El eslogan le salía al paso en forma de cartel, de hoja volandera, de pasquín pegado a la pared, al cristal de la cabina telefónica, al pie de la farola, ciñendo el tronco del árbol, en la boca del Metro. Asaltaba su intimidad desde las vallas de la Diagonal, desde la pantalla del televisor que se ve casualmente al pasar frente al bar o la cafetería, desde la radio que se oye en cualquier parte. «Tu derecho es votar. Vota libremente.» Y la gente votaría, pensaba Alejandro, porque a la gente todavía no se le había enseñado a desconfiar de los eslóganes, sino todo lo contrarío. Votarían sonriendo, lo mismo que habían sonreído al eslogan de los «Veinticinco años de Paz», precisamente cuando estallaba la guerra ideológica que había de matar en vida al franquismo.
Como empezaba a acusar el cansado entró en una cafetería de Balmes cerca de la Diagonal. Al otro lado de la barra, en el espejo, el desconocido que le seguía a todas partes le miraba. Alejandro sonrió a su rostro demacrado, un rostro que había dejado de ser el suyo, el de su juventud, y que ahora le parecía el de un extraño. Pensó en su hermana. «¿Qué diría Marta si me viera con esta media calva, estas grandes patillas y el bigotazo Heno de pelos blancos?» Le pareció oír el caracoleo de su carcajada. Larga, vibrante.
Tras haber tomado con el desconocido sendas tazas de café, en perfecta sincronía, salió de allí con él. Paró un taxi. Y, ya en su interior, se distrajo momentáneamente observando la serpiente de luces rojas que reptaba Muntaner abajo, entre los luminosos de las fachadas.