FOTOGRAFÍA DE UNA HISTORIA
1
El veintidós de diciembre, Pascual, el cosario del pueblo, llevó la noticia. Contra lo que tenía proyectado, tía Concha, la hermana de Beatriz, no iría a pasar con ellos el Año Nuevo. «Estábamos la mar de ilusionados —decía en su carta—, y a última hora mamá se puso a llorar como una niña. Que nadie la quiere, que sus hijas la abandonan. Nos ha dado tanta pena que hemos decidido no ir. Además, no está nada bien.» Beatriz, que había leído el párrafo en voz alta, se limpió una lágrima.
El cuerpo rechoncho del cosario parecía traer con él algo de los espacios abiertos del pueblo. Tito lo asociaba a la replaceta, donde Pascual tenía abierto un tenducho hondo y oscuro, aunque a veces pensaba en «El Mirador».
Desde la silla donde se había sentado, con las piernas colgando, Tito miraba la blusa de dril que llevaba Pascual. Era una prenda muy holgada, negra y brillante, por debajo de la cual asomaba el chaleco de pana oscura con las puntas remetidas en la faja azul. Pasada por uno de los ojales, a la altura del vientre, colgaba en doble comba la leontina de plata, con monedero de metal para el menudo en un bolsillo y la saboneta en el otro.
Oyó su voz, un soniquete cansado:
—¿Y tú, qué? ¿Vas a la escuela?
Movió las piernas en el aire.
—Sí.
Pascual tenía las cejas espesas y revueltas, con pelos tiesos que salían disparados a la buena de Dios. Debajo de ellas Tito vio dos ojillos grises, galopos, de mirar penetrante. Eran ojos de mercader, igual que sus dedos, habituados a contar monedas, a apilarlas, a adivinar su ley por el tacto, a empaquetarlas cada noche para, al día siguiente, trasladarlas del tibio pliegue de la faja a la mano avara del cambista.
—¿Y te enseña muchas cosas el señor maestro?
—No muchas.
Tito miró la nariz del cosario, aplastada y ligeramente curva. Por un momento temió que su punta se juntara con la del caliqueño, que emergía de sus labios leporinos como si fuera una cosa obscena.
—¿Y qué piensas ser?
—Marino.
—Como papá. Mira, mira qué pillo.
De vez en cuando Pascual recogía las piernas bajo el asiento, unas piernas cortas, embutidas en un pantalón de pana negra de anchos bajos, arrugados, que ocultaban la blanca cara de las alpargatas de suela de cáñamo.
—El chico está hecho un hombre —canturreó al ver a Marta, que acababa de entrar en el comedor—. Dice que quiere ser marino, como don Alejandro.
—Pues tendrá que comer más.
Pascual hablaba pasito, como si temiera equivocarse o decir algo fuera de lugar. Pero ni Marta ni Beatriz escuchaban lo que decía, porque toda su atención estaba puesta en un gran capazo de paja con los bordes cosidos. Del hueco que había en uno de sus extremos salía la cabeza y parte del cuello de un espléndido ejemplar de pollo. El animal miraba en todas direcciones con ojos de espanto y, a cada movimiento de su cabeza, agitaba una cresta vibrante de puntas amoratadas. Sus barbas, blancuzcas como dos pepitas de melón maduro, oscilaban al compás del movimiento del cuello. Tito tenía la mirada puesta en el pico del animal, del color del ámbar, en la soberbia que había en sus ojos de fuego.
—¿No cree que hay peligro de ahogarse? —preguntó al cosario Beatriz.
Pascual, que era duro de oído, se llevó la mano a la oreja:
—¿Cómo dice, señora?
—El pollo. Podríamos sacarlo de ahí. Parece que respira con dificultad.
Marta dio un grito de histeria y desapareció en el pasillo.
—Conmigo no contéis —dijo desde las sombras.
—No padezca, señora —repuso Pascual—. No se ahogará. ¿Qué había de ahogarse, con el poder que tiene? Si supiera lo que nos ha costado a Rita y a mí meterlo ahí dentro. Entre los dos no podíamos.
Se levanto con un quejidito de cansancio.
—Si quiere, lo sacamos. Pero antes habrá que buscar un cordel. Fuerte. Que sea bien fuerte.